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Cazador Gris - Escena III

—Siento mucho todo esto —murmuró la muchacha mientras Warren le limpiaba la herida con agua de una cantimplora.

El carromato estaba prácticamente vacío a excepción de unas cuantas mantas y un hermoso baúl de madera labrada.

—¿Tiene algo más fuerte que agua? —le preguntó Warren mientras sacaba su navaja.

—No esperaba visita… —le respondió ella cabizbaja. Cogió la cantimplora y le puso el corcho, dejándola a un lado.

—Era para usted, no para mí —dijo mientras salía un momento del carromato. Cuando volvió, llevaba su navaja al rojo vivo—. Esto le va a doler.

Cuando la hoja volvió a su color acero, Warren la introdujo en la herida. Estaba preparado para oír gritar a la muchacha, pero aquello no ocurrió.

Warren dejó la bala en el suelo del carromato, junto a su hoja. Cuando alzó la vista, vio que la muchacha lloraba, pero no había emitido ni un solo quejido.

—He visto a soldados gritar por menos.

—Yo no soy un soldado —le respondió tímidamente mientras se secaba las lágrimas.

A Warren se le escapó una media sonrisa. Volvió a coger el agua y limpió la sangre que quedaba en su pierna.

—¿Puedo preguntar qué busca el cazador gris por estas tierras?

—Conoces historias sobre mí, ¿verdad? —repuso él mientras sacaba un pañuelo limpio de su abrigo. Ella asintió levemente—. Entonces sabrás la respuesta.

Se lo imaginaba; el ojo del cazador acechaba feéricos, bestias y humanos por igual y, donde ponía el ojo, ponía la bala. Al menos eso contaban las historias pero, aunque solo un cuarto de lo que sabía de él fuese real, aquel hombre era la persona idónea para acompañarla en su misión.

Se hizo un silencio incómodo entre ellos. Ella le observaba mientras sus hábiles manos de cazador rozaban su piel a cada vuelta que daba al pañuelo sobre la herida. Él le evitaba la mirada.

Cuando acabó, se apartó. Se quedó sentado, pensativo y cabizbajo. Ella no dejaba de mirarle, como si quisiera ponerle a prueba o, más bien, como si estuviese decidiendo si era la persona que de verdad necesitaba para aquella peligrosa labor.

—¿Qué hace con esos dos? —preguntó Warren sin mirarle a la cara, rompiendo el silencio.

La pregunta bastó para que ella apartase la vista de él. Suspiró y recogió las piernas con cuidado. Se pensó la respuesta; aquella era una historia que aún no había tenido que contar a nadie, por lo que las palabras idóneas aún no estaban en su cabeza. Además, no quería aburrirle divagando, si tenía alguna oportunidad de convencerle era aquella, y no pensaba desaprovecharla. Se frotó un ojo, tomó aire y se atrevió a comenzar:

—Hace cuatro días llegaron unos soldados de azul a mi aldea. Decían venir para protegernos, pero en seguida comenzaron a robar nuestras provisiones, a echarnos de nuestras casas, a quemar los hogares de aquellos que se negaban a entregarles los suministros que pedían. —La muchacha ocultó su rostro con un mechón de pelo. Sus ojos volvían a estar secos, pero no quería que el cazador la viese si de nuevo asomaban las lágrimas—. No tenían piedad, ni ellos ni las hadas que los acompañaban.

»Creíamos que no podía ir a peor, pero nos equivocamos. Dos días después llegaron los soldados de verde, aún más numerosos que los de azul, seguidos de un ejército de seres feéricos de toda clase. Sus fuerzas se enfrentaron en nuestra aldea, nunca había visto tanta muerte… —Resopló y se frotó los brazos. Ya no temblaba como antes, pero aún no se había recuperado del todo—. Las fuerzas de azul se vieron superadas, pero se llevaron a casi toda mi gente con ellos, como rehenes. Los de verde comenzaron a quemar el poblado, no tenían piedad…

»Estaba sola entre aquella masacre. Corrí a casa y allí encontré a mi abuela, malherida. Traté de sacarla a algún lugar seguro, pero me detuvo; me dio el baúl que había escondido con todas las riquezas de mi pueblo y me dijo que escapase con él al santuario del norte. —La muchacha recogió aún más las piernas, rodeándolas con los brazos. Al instante le pareció mala idea y volvió a estirarse, le costaba encontrar una postura en la que no le doliese la herida—. Aún no me perdono haberla dejado, pero mi pueblo corre peligro y, si no logro acometer esta misión, jamás habrá esperanza para los nuestros.

Warren seguía sin mirarla, tenía la mirada fija en aquella bala ensangrentada. Se aseguraba de asentir de vez en cuando para que no pensara que no le estaba prestando atención.

—Fue entonces cuando conocí a Peck y a Doyle. Estaban con los de verde y… me dispararon. Traté de escapar arrastrándome, pero entonces su general me cortó el paso. Era un jinete sin cabeza, más terrorífico que la propia muerte, con una voz que parecía salir de debajo de la tierra que pisábamos. Me capturó y ordenó a ellos dos que me vigilasen mientras el resto… —Un escalofrío le recorrió la columna, por desgracia, aún recordaba aquel momento a la perfección—. El disparo, los gritos… los tengo grabados en la memoria con fuego. Fusilaron a mi abuela y a los pocos que los de azul no se habían llevado ya.

Warren la miró de reojo mientras se frotaba las manos. Quería decirle que la acompañaba en el sentimiento y consolarla, porque aquello era lo que nadie hizo con él cuando más lo necesitaba. Sin embargo, no lo hizo; él también había tenido que pasar por cosas parecidas, pero había aprendido a dejar de compadecerse por el resto. No merecía la pena decirlo si tan solo era un gesto vacío y sin sentido.

—Continúa, te escucho. —Aquello sería suficiente para que supiese que aún estaba ahí con ella.

La muchacha acarició la lona de la carreta con aire distraído, buscando cómo continuar el relato de su historia.

—Peck y Doyle debían llevarme a su campamento, junto con mi baúl. Pero al final decidieron ayudarme a escapar. Son buenos, no querría que les hicieses daño…

Warren resopló.

—No hay fae buenos —dijo con una voz más áspera de lo normal—. Los hay a los que simplemente no les interesa matar, pero porque tienen alguna razón oculta tras su manto de amabilidad. ¿Cuál es la razón de tus amiguitos?

—Todos los seres sintientes somos capaces de sentir piedad, cazador, incluso tú —repuso ella, mirándole a los ojos—. A veces esa es razón suficiente para hacer algo.

Se mantuvieron la mirada, manteniendo un duelo silencioso. Warren sabía lo que ella estaba intentando hacer, no pensaba ceder ni un ápice.

—Nadie debería ver morir así a un ser querido, cazador. Ellos lo saben. No fue justo para mí ni para ti.

Warren iba a protestar o a largarse en un arrebato de rabia, aún no lo había decidido. Ya estaba harto de que aquella muchacha creyese saber quién era tan solo por un par de historias que circulaban por ahí. El caso es que la cabeza de Peck asomó de pronto bajo la lona, sorprendiendo a ambos.

—A ver, guardar un tesoro es mi mayor afición, eso también tuvo que ver. Se me da mejor que robarlos, la verdad —explicó con la naturalidad de un duende que se cuela en tu casa para ordenarte la ropa—. Pero tiene razón, yo no me alisté por estas cosas. Si le pasase algo así a la abuelita MacMuffin, yo... —Alzó el puño en señal de amenaza—. Daría caza al responsable, le obligaría a tragarse mi oro y lo colgaría del primer arcoíris que me encontrase.

—Yo… bueno… Peck es al único que conocía en el pelotón y me daba cosa seguir ahí sin nadie… ¿sabéis? —añadió Doyle, apareciendo junto al leprechaun—. Yo soy menos sentimental, si hubiese sido por mí la hubiese matado sin miramientos. —Se encogió de hombros y añadió—: Me hubiese arrepentido, porque me ha acabado cayendo bien. Si no, créeme que no hubiese tirado de este carromato durante día y medio sin parar.

—Y esa es nuestra historia hasta ahora —dijo la muchacha, alzándose de hombros y con una sonrisa nerviosa dibujada en la cara.

Warren se mesó los pelos de su barba de tres días, pensando si merecía el tormento pasar un solo segundo más en aquel circo. Preguntaría hacia dónde se marcharon ambos ejércitos y se iría, era lo mejor que podía hacer.

Doyle metió su cuerpo de mono en el carromato y se sentó sobre el baúl. La muchacha se puso tensa cuando lo hizo, aunque no dijo nada.

—Nuestros antiguos camaradas sufrieron muchas bajas y los refuerzos de Sol del Mediodía estaban al caer —explicó mientras se agarraba los cuernos y dejaba caer los codos en peso muerto—. Habrán seguido el plan, cruzarán el lago Ontario hasta el norte y ahí se reagruparán con los simpatizantes locales, cerca de Montreal. Algunas damas blancas y unos cuantos pastores de tarascas han prometido unirse a la causa de Titania.

Warren apretó la mandíbula. Montreal no estaba muy lejos de la frontera, lo que significaba que si los refuerzos de Sol del Mediodía decidían atajar cruzando el Estado de Nueva York, aquello atraería la guerra sobre Estados Unidos. Lo que parecía que era una pequeña escaramuza, se había convertido en una guerra a gran escala. De haberlo sabido, hubiese pedido muchísimo más por aquel trabajo.

—Debo ir hacia allí y asegurarme de que no avancen más —dijo saliendo del carromato a toda prisa y yendo a por sus armas.

—Nosotros también vamos hacia el norte —expuso Peck.

El cazador gris se echó su fusil a la espalda y negó con la cabeza.

—Lo siento, siempre cazo solo.

Si iba junto a ellos, tan solo le retrasarían y, lo peor, serían un blanco lento y evidente. No, Warren debía ir sin compañía, silencioso y agudo como siempre, era lo único que funcionaba para él.

—Te necesitamos —le pidió la muchacha mientras abandonaba el carromato torpemente—. Debemos cruzar territorio enemigo para llegar al santuario, sin ti nunca lo conseguiremos.

Warren se dio la vuelta, dispuesto de nuevo a marcharse.

—Creo que ha escuchado las historias incorrectas; no soy ningún protector, todo lo contrario. —Sacó su revólver y comprobó que tenía todas las balas cargadas antes de volver a enfundarlo—. Debería haber acabado con sus amigos. Esta vez ha tenido suerte, la próxima vez que nos encontremos no le aseguro lo mismo.

Había dado ya el primer paso cuando sintió la mano de la muchacha en su brazo. Warren alzó la vista a las estrellas y chascó la lengua.

—Te pagaré —le dijo poniéndose de rodillas—. Con una pequeña fracción de lo que llevo en ese cofre podrías retirarte de por vida, tener la vida que siempre has deseado lejos de toda preocupación.

Warren se apresuró a ponerla en pie. Odiaba que la gente se arrastrase hasta él para pedirle favores.

—No tienes ni idea de lo que deseo o no deseo —repuso, soltándola bruscamente.

Siguió con su camino hacia fuera del claro, hasta que se cruzó con el wendigo, que gimoteó al verle irse. Warren se paró y le miró. «¿Ahora qué demonios le pasa a este bicho?», debió pensar. Le había puesto mirada de cachorrito. Aquel ser, que no era más que sombra y un cráneo hueco, estaba intentando ser adorable para que no se marchara.

Ffyc ei —murmuró Warren con un gruñido de fastidio. Se dio la vuelta, se plantó ante la muchacha y la señaló a la cara—. Solo hasta que rebasemos el territorio enemigo, luego seguiréis solos. Esa es mi oferta.

—Me parece justo —asintió Peck mientras se acicalaba el bigote.

La muchacha asintió con una sonrisa, tendiéndole la mano. Warren la aceptó. No sonrió de vuelta; aquello había sido un arrebato, probablemente estuviese siendo un idiota y se arrepentiría más adelante. Pero ya no había vuelta atrás, un trato con un leprechaun de por medio era un trato inquebrantable.

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©2021 por WesternFae (aka la corte feérica del oeste o corte del polvo)

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