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Cazador Gris - Escena I

Shane Warren siempre cazaba solo.

Esa era su única condición. El resto de los detalles, que fuese humano, bestia o feérico, le daban igual mientras cobrase.

Precisamente, era esa la razón por la que aquella compañía le resultaba de lo más irritante; ruidoso, presuntuoso y, sobre todo, apestaba a hierro. Era una presa fácil y un cazador inepto. No hubo negociación, el general Ulysses S. Grant quería a aquel hombre de su confianza vigilándole, sin excepciones.

Su situación con la ley era algo delicada, así que contentar al General era lo más inteligente que podía hacer. Aquel iba a ser su mayor trabajo hasta la fecha, con lo que ganase podría permitirse desaparecer del mapa durante un buen tiempo y, con suerte, Grant se encargaría de limpiar su nombre en los Estados del sur.

Que un soldado de la Unión no se despegase de su cogote era bastante incómodo, pero si además añadía el dato de que se hacía llamar cazador de brujas, la situación se volvía de lo más insoportable. No eran precisamente brujas lo que iban a buscar.

El rugir del Niágara encubrió su llegada a la orilla canadiense. Dejaron marchar la barca río abajo y se cubrieron entre la maleza. Aquella tranquila noche de finales de primavera la tierra se había marchado de rojo.

Su compañero señaló una bandera verde y blanca con estrellas doradas que había a pocos metros de ellos. Estaba desgarrada y embarrada, pero era imposible no reconocerla.

—Fenianos —murmuró el soldado—, en Boston nos han dado varios quebraderos de cabeza.

—No estamos aquí por ellos ni por sus reivindicaciones. Que los ingleses se ocupen de las revueltas irlandesas, nosotros venimos a por otra cosa —dijo Warren con tono cortante mientras observaba sus alrededores.

Un disparo reverberó en las gargantas del Niágara, luego otro. Aquel no era un buen lugar para quedarse.

—Claro que sí, Warren —protestó, sin importarle alzar la voz, aferrando con fuerza su rifle Enfield de 1853—. ¿Quién te crees que ha traído a esos monstruos a América?

Warren se agazapó entre la maleza y avanzó despacio hacia un arce. Él lo tenía claro, los seres fantásticos y los monstruos ya poblaban aquel continente desde mucho antes de que cualquier hombre pisase por primera vez aquellas tierras. Que los feéricos no hubiesen reclamado su reino en el Nuevo Mundo hasta hacía escaso medio siglo era tan solo una coincidencia.

Inspeccionó el suelo y tomó un pellizco de tierra entre los dedos. Pensaba seguir a lo suyo, no tenía intención de caer en discusiones sin sentido.

—Polvo de hadas y… —olió el aroma de sus manos y asintió — whisky. Un leprechaun anda suelto por esta zona.

—Un bicho irlandés. Los fenianos andan detrás, estoy seguro —se jactó el autoproclamado cazador de brujas.

Warren suspiró vaho mientras se ponía en pie. Se sacudió las manos y agarró la cinta que sujetaba su fiel fusil Sharps.

—A Titania poco le importan los conflictos humanos —explicó Warren con hastío—. Si sus efectivos han llegado hasta aquí, lo han hecho por su cuenta, aprovechando la escaramuza de los fenianos para ocultarse—. Conocía a los feéricos demasiado bien, lo suficiente como para que le preocupasen más que un ejército de humanos sin nada que perder—. Grant fue claro; debemos cazarlos antes de que crucen la frontera, sin interferir con los canadienses ni las guarniciones británicas. Si el conflicto feérico acaba saltando a los Estados Unidos de América, la reciente victoria de tu querida Unión no habrá servido de nada.

—Está bien, pero más les vale no tener nada que ver con nuestro asunto o puede que el revólver se me dispare por accidente.

Warren fingió no escuchar el comentario y comenzó a andar hacia la espesura, una zona pantanosa y llena de raíces traicioneras, sumida en las sombras.

Aún no se explicaba cómo se había ganado aquella fama de gatillo fácil en un país en el que el deporte nacional era jugar con las pistolas. En su Gales natal todos eran mucho más comedidos con sus armas, solo disparaban si sabían que iban a acertar. Aunque, para ser justos, la mayor presa a la que se le podía poner el ojo allí era un cervatillo. En cambio, en América sus presas eran mucho más grandes… y peligrosas.

Una luz tibia iluminó los árboles a su alrededor. La lámpara de su compañero iba a alertar a las presas, pero ni se molestó en llamarle la atención, ¿para qué?

Continuaron avanzando. Perseguir a los leprechaun en la noche era difícil, sin arcoíris que poder seguir. Sin embargo, no dejaban de ser feéricos y, si sabías dónde buscar, la naturaleza te señalaba el camino. Un manto de musgo más crecido de lo normal, setas mirando a la misma dirección, flores diurnas abiertas de par en par… Warren había aprendido a identificar todas las señales, pero había una que se le había escapado.

Un grito rasgó la quietud de la noche.

—No ha habido más disparos, no son los fenianos —murmuró Warren para sí mismo. A su espalda, escuchaba cómo la respiración de su compañero se aceleraba—. Smith, relájese, no es propio de un cazador de brujas ponerse a temblar al primer susto.

Warren siguió a lo suyo, sin percatarse de que su compañero se había detenido. Tras un sonido metálico, todo se volvió sombras; Smith había dejado caer su lámpara.

—Ha… ha dicho mi nombre… —balbuceó Smith.

Warren arqueó una ceja y se giró lentamente hacia su compañero. Estaba temblando, los rayos de luna que se colaban entre los árboles hacían que las lágrimas que caían sore sus mejillas brillaran. Por mucho que le considerase un cretino, ese miedo no era normal, estaba seguro.

Se escuchó otro grito, desgarrador como el de una bestia malherida y perturbador como el de un amigo torturado.

—Wendigo —murmuró.

Al oír el nombre, Smith se tapó las orejas y agachó la cabeza, meciéndose levemente de adelante hacia atrás. Nunca había visto a alguien tan asustado.

No eran pocos los nativos que contaban historias sobre aquellos monstruos, viles y despiadados, severos como el invierno y veloces como una tormenta de verano. Sus garras y dientes, cuentan las historias, eran tan afilados que podían cortar el hielo sin ningún esfuerzo. Mas los wendigos nunca atacaban a sus presas, preferían aterrarlas, llevarlas a la locura y dejar que su propia mente perturbada hiciese el trabajo sucio. Mientras uno se mantuviese sereno, el wendigo no tendría nada que hacer.

Shane Warren ya se conocía esa historia, pero Shane Warren siempre cazaba solo.

—Si no corres, vendrá a por ti —susurró.

Smith asintió rápidamente, miró en todas direcciones desesperadamente y eligió seguir a la luna corriendo. Se perdió entre la espesura a la vez que otro grito inundaba la noche.

Después de eso, silencio, un silencio absoluto y duradero. Si el precio del silencio era una carta de pésame al general Grant, le escribiría una novela alabando las hazañas de Smith si hacía falta.

Se echó al hombro el Enfield de su compañero, ya que a él no le iba a hacer mucha falta, y continuó su camino. Pronto descubrió que el rastro se había enfriado; los hongos crecían en cualquier dirección, el musgo crecía igual en todas partes y no había ninguna flor a la vista. Las nubes habían acabado por cubrir la luna y la oscuridad del bosque se había vuelto más densa y pesada.

Aquello no era algo que le preocupase especialmente, tenía una excelente vista en la oscuridad, el último don que aún no se había esfumado de todos aquellos que una vez le concedieron.

Fue gracias a ello que vio una tenue luz muy a lo lejos, un leve resplandor que ningún humano normal hubiese sido capaz de percibir.

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