2 de marzo de 1872
Érase una vez dos soldados perdidos.
Uno buscaba dejar atrás la sangre, el miedo, las balas y la guerra. Su cabello era pelirrojo, su piel estaba cubierta de pecas y los números llenaban su cabeza como si fueran sinfonías y arpegios dignos de los grandes clásicos.
El otro odiaba el hierro, pero se había acostumbrado a él. Las balas, espadas y la pólvora eran parte de su rutina y el mestizo tampoco buscaba desprenderse de ella, sólo ayudar a su compañero a escapar.
Si la vida fuera un cuento como los de antaño, que contaban en el Viejo Mundo, la historia empezaría así. El mundo real no era tan amable en sus principios, pero a Angus le hubiera gustado un buen comienzo, uno que atrapara parte de la magia del mundo. ¿Por qué no concedérselo?
Que quedara atrás su padre, el borracho, sus años de servicio en la caballería, como objeto de mofa de los soldados, e incluso su huida del cuartel. Esa era la historia de quien Angus había sido. ¿Esta? El comienzo de quien llegaría a ser.
Aunque, todo fuera dicho, no era la mañana más apacible para un comienzo.
Llovía con fuerza y las gotas repiqueteaban contra el cristal de la taberna en la que se encontraban. Sus botas seguían cubiertas de barro, por mucho que hubieran intentado limpiarlas, y ni siquiera el fuego de la estufa ayudaba a entrar en calor.
Era uno de esos días en los que el aguacero te sorprendía, por mucho que pudieras ver el cielo azul en la distancia, justo lo que habían estado buscando.
—Entonces, ¿las selkies son reales?
Cordell rodó los ojos, sin dejar de beber la cerveza que tenía entre manos.
Frente a él, Angus McIrvin tomaba una galleta, emocionado. Sus ojos brillaban en curiosidad, como pasaba desde que una xana, llamada Dreidariea, decidió llevárselo de un fuerte de la caballería. Cordell todavía no entendía la decisión de su madre, pero allí estaba, vestido de civil con el novato. Al menos se había llevado su revolver y sable...
—Sí, las selkies son reales —concedió, agradeciendo que hubieran buscado un rincón apartado para sentarse.
Angus se recolocó en su silla, como si no pudiera contener la emoción de su respuesta.
—¿Y Titania y Oberón? ¿De verdad son los reyes de las hadas?
—Más o menos…
—¿Más o menos?
Cordell resopló.
—Titania y Oberón son los reyes de la corte seelie, McIrvin. Aquí, en América, no tienen poder. Estamos bajo la protección de la Corte Feérica del Oeste y su reina, Sol del Mediodía.
Angus volvió a asentir, probablemente decidiendo cuál sería la siguiente pregunta. A este paso, le terminaría contando la traición de Daniel Fletcher, cómo había llegado Dreidariea de Asturias o dónde encontrar un fauno, todo antes de ver el arcoíris que estaban buscando. Igual debería ir pidiendo una segunda cerveza.
—¡Lo veo!
—¿Huh? —preguntó Cordell, más concentrado en el fondo de su vaso que en su compañero pelirrojo.
—¡El arcoíris! ¡Lo veo! ¡Sobre esa loma!
Las manos de Cordell resbalaron por el vaso. Diana se hubiera reído de él. Bastaba pensarlo y… sí, ahí estaba ese estúpido arcoíris. Maravilloso.
A Angus le faltó tiempo para ponerse en pie y coger su sombrero.
—Corre, corre, corre. Ya he pagado 65 centavos, está justo. Corre.
Cordell emitió un suspiro, llevándose su sombrero a la cabeza con mucha menos efusividad. Ni siquiera se paró a comprobar el pago. Hablaban de Angus, la misma persona que había contado cuántos pueblos llevaban desde su salida del fuerte, había calculado las millas recorridas en función de los pasos de su caballo y había intentado explicarle de dónde venía el número pi.
Cordell se despidió de la camarera con un gesto del sombrero, aunque la mujer fingió, sin mucho éxito, no haberlo visto. Con un suspiro, marchó detrás de su compañero. Angus ya estaba preparando a los caballos, dispuesto a salir corriendo lo más deprisa posible. Le concedió su deseo.
Ni cinco minutos más tarde, cabalgaban dirección al arcoíris, como si aquello fuera uno de esos cuentos antiguos que tanto le gustaban. Tardaron algo más de media hora en llegar a la loma sobre la que habían visto las luces aparecer, el lugar donde Cordell le obligó a desmontar.
La tormenta aún no había llegado hasta allí, pero sí caían las primeras gotas. El aire era fresco y la brisa sacudía su ropa sin llegar a ser una molestia. El frente de nubes a su espalda, bueno, eso auguraba otra cosa.
Cordell se agachó para tocar la hierba con la mano, sin guante, cubriendo de agua las yemas de sus dedos.
—De acuerdo, está por aquí —confirmó, buscando una piedra sobre la que tomar asiento—. Empieza a buscar.
Angus se giró hacia él con una energía muy distinta a la que había mostrado hasta ahora. Ahí estaba el soldado asustadizo que había conocido en el fuerte, el muchacho que leía cuentos a escondidas y agachaba la cabeza ante todo el mundo, antes de que los soldados del fuerte cazaran a Dreidariea y unieran sus destinos.
—¿No vas a ayudar? —preguntó, jugando con las manos frente a sí.
—Quieres dejar la caballería, ¿no? —Cordell alzó un par de dedos desde su roca—. Para eso necesitas dos cosas. La primera, es que el capitán te firme la solicitud, de lo que me encargo yo. —Bajó uno de los dedos—. La otra es que tengas el pago, cien dólares, y de eso te encargas tú. —Cerró el puño. Su guante de cuero crujió al hacerlo—. ¿Quieres dejarlo? Me parece bien, pero vas a tener que trabajar para ello. Dreidariea me pidió que te llevara hasta un leprechaun y eso es lo que he hecho, lo siguiente es cosa tuya. A buscar.
Angus se quedó quieto unos segundos, encogido sobre sí mismo. Si esperaba darle lástima, no iba a funcionar. Debió notarlo, porque no tardó mucho en ponerse a revolver alrededor, apartando arbustos y mirando en agujeros.
Fue al subirse a un árbol que emitió un pequeño chillido de euforia, seguido de un quejido cuando un hombrecillo vestido de verde saltó en su cara y empezó a correr. Al menos había que reconocer que Angus era insistente, pues no tardó en impulsarse detrás, derrapando por el barro y lanzándose en plancha hacia el hombrecillo que, para su desgracia, terminó atrapado entre sus manos.
¡Victoria! Primer paso completado, encontrar a un leprechaun al que desplumar. Cordell tan sólo levantó el sombrero para verlo mejor.
El hombrecillo medía algo más que una pixie, aunque carecía de alas a su espalda. Llevaba un traje verde (ridículamente tradicional) y tenía el cabello entre rubio y pelirrojo. Sus mejillas sonrojadas estaban hinchadas, como las de una ardilla, y se sacudía entre las manos de Angus insultando en el idioma de las hadas. Casi agradeció que McIrvin no lo hablara, porque hacía falta algo más que jabón para semejante boca.
—Suéltame, ¡zopenco pecoso! —gritó al cabo de un par de minutos, con un fuerte acento irlandés.
—Oye, eso no es muy amable —señaló Angus, con esa mirada que le hacía parecer un cachorrito.
—¡Tampoco lo es ir cazando a la gente!
—Oh, lo siento, no…
—No sueltes al leprechaun, McIrvin —interrumpió Cordell, resoplando desde la distancia.
Angus volvió a afianzar su agarre sobre el duende, quien pareció reparar por primera vez en la presencia de una segunda persona.
Cordell sabía que no parecía digno de mención. Tenía el cabello castaño, las patillas anchas hasta la mitad de la cara y ojos oscuros, volviéndole una persona del montón, aunque no era su aspecto lo que hizo que el leprechaun arrugara su naricilla. Era el olor, a dulces recién hechos, que le identificaba como algo más de lo que podía verse.
—¿Qué hace un xanino aquí? —preguntó, con sus ojitos de ratón clavados en él—. ¿Te has traído a un mestizo? No voy a daros el doble de oro por ser dos.
La palabra escoció un tanto.
No xanino, no, pues era lo que era. Angus lo llamaba changeling, al estilo inglés, pero el concepto venía a ser lo mismo. Un niño intercambiado por un hada. Un niño robado.
El problema era la otra palabra, mestizo. Ni un hada, ni un hombre. Diablos, la palabra le perseguía hasta fuera del mundo feérico. Era lo que había impedido a la camarera despedirle. Su padre humano había sido un soldado de Texas, pero su madre, por lo que sabía, era una criada mexicana. Mestizo de la cabeza a los pies.
Tenía suerte de ser tan poco remarcable, le salvaba de llamar la atención y lidiar con las consecuencias de feéricos estirados o racistas estúpidos. Sólo era un soldado de la caballería, como muchos otros, nadie levantaba la mirada dos veces y tampoco quería que lo hicieran. Si se mantenía en silencio, la tendencia era obviarle. Mejor.
—Él… —comenzó a decir Angus, escrutándole unos segundos, antes de volver la mirada al leprechaun—. Él viene a observar, soy yo quien quiero el caldero de oro.
Casi le salió con confianza. Casi. Como se notaba que era poco más que un crio. Aun así, el leprechaun pareció conforme, probablemente por eso mismo. Angus no intimidaba demasiado y, desde luego, no parecía un peligro.
—¿Sólo tú? —inquirió el leprechaun. Recibió un asentamiento—. ¡Perfecto! Suéltame entonces para que podamos empezar.
Angus tuvo el buen tino de no hacerle caso, aunque sólo fuera por la mirada de advertencia de Cordell.
—Dime las condiciones primero y luego hablaremos de soltarte —contraargumentó.
Las mejillas del duende se encendieron, asemejándose a dos tomates.
—Bien. —Su tono ya no era tan animado—. Bien, de acuerdo. Trato estándar, ¿sí? Completa mis tres pruebas y te llevas el oro. ¿Conforme? Oh, y si le pides ayuda al xanino, trato anulado, ¿de acuerdo?
—Júralo por tu nombre y sí, conforme.
Cordell sintió un punto de orgullo al oír su contraoferta. Chico listo. Los nombres para los feéricos eran algo peliagudo, no se usaban a la ligera. Además, había accedido a dejarle fuera. Mejor aún.
El leprechaun, a aquellas alturas, sólo parecía resignado.
—Juro por mi nombre, Peck, que cumpliré las condiciones. Tres pruebas, si las cumples, ganas el oro, ¿contento? Ahora, ¡suéltame de una vez!
Angus dejó escapar una sonrisilla antes de aceptar las condiciones, liberando de una vez al leprechaun. El hombrecillo se recolocó su chaqueta verde, igual que su pajarita, emitiendo otra retahíla de insultos en feérico. Cordell no se movió de su roca.
—Por Sol de Mediodía, eres insistente —se quejó, con esa cadencia rápida que, junto al acento, hacía difícil entenderle. Peck cogió una hoja, a modo de paraguas, y posó sus ojos en Angus—. Y te crees muy listo, ¿verdad? Porque puedo ver tu sonrisa de suficiencia.
—Eh… tampoco tanto. —Angus se encogió de nuevo sobre sí mismo. Tenía más problemas para pasar desapercibido, con su altura y el pelo del color del fuego—. Se me dan bien los números, pero no me considero especialmente inteligente.
—Los números, ¿eh? —Hubo malicia brillando en los ojos del hombrecillo. Angus, ingenuo de él, le había dado un objetivo—. Pues veamos como de bien, ¿sí? Primera prueba. ¿Cuánto suman los 100 primeros números? Tienes cinco minutos.
Cordell emitió un suspiro nada más oírlo. Ahí empezaban las condiciones imposibles. Lo malo de lidiar con hadas y duendes, sus normas no solían estar pensadas para humanos. Por inteligente que fuera Angus, o bien que se le dieran los números, cinco minutos no era suficiente para…
—5050.
Tanto Peck como Cordell levantaron la mirada, ojipláticos.
—¿Có-Cómo? —preguntó el leprechaun.
Angus se encogió de hombros.
—Bueno, si te fijas, 100+1 es 101. 99+2 es 101 también. 98+3, lo mismo. Veis el patrón, ¿no? Esto tendríamos que hacerlo 50 veces, es decir, 101 multiplicado por 50, que es 5050. Es un problema básico, me hizo ilusión descubrir que otros matemáticos como Gauss también se habían dado cuenta. —Una sonrisa radiante inundaba su rostro, como el sol que las nubes ocultaban.
La mandíbula de Cordell terminó por los suelos. ¿Básico? ¿Qué tenía eso de…? ¿Qué? Su único consuelo era que el leprechaun parecía tan sorprendido como él, aunque la admiración no tardó en volverse ira.
—Correcto… —masculló, entre dientes, una vez hubo revisado el cálculo. Angus perdió la sonrisa al ver su rostro. La imagen bonachona que se había difundido sobre los duendecillos irlandeses estaba muy lejos de la realidad—. Muy listo. Tenías razón, se te da bien, pero veremos la segunda prueba. ¿Ves esa montaña de allí? Hay un lago entre sus faldas. Si pronuncias la letra «e» antes de llegar, pierdes. Si pasas más de 10 minutos sin hablar, pierdes también. Y créeme, humano, sabré si sucede.
—¿Cómo? —preguntó Angus, pero no hubo nadie para responder.
Con un chasquido de dedos, el leprechaun desapareció de su vista. Feéricos. Dreidariea hacía lo mismo en su charca, desvaneciéndose en el agua como si no hubiera existido jamás. Lo odiaba.
Angus tenía la boca abierta, como si fuera un pez, intentando encontrar algo que decir y descartándolo casi de inmediato.
—¿Cómo? —Volvió a repetir, al final, con los ojos abiertos en pánico.
Cordell se levantó de su piedra para acercarse a los caballos.
—McIrvin, yo montaría. Cuanto antes lleguemos al lago, antes podrás librarte de esto. Además, la tormenta está casi sobre nosotros.
Angus palideció un tanto al oírlo, pero asintió con velocidad antes de subir a su caballo, un cuarto de milla en tonos tierra llamado Duncan. Orbayu, el caballo nokota de Cordell, relinchó con ganas antes de que lo montara, quizá divertido por la situación en la que se encontraban.
A ambos se les acabaron las risas a la media hora.
La solución de Angus para el problema era tan efectiva como molesta. Ya que los números le habían salvado la primera prueba, por qué romper la racha, ¿verdad?
—Uno, dos… cuatro, cinco… ocho… uno, dos… cuatro, cinco… ocho. —La retahíla se escuchaba por lo bajo, incluso con el tronar de los rayos de fondo.
Cada vez que Angus llegaba a un número prohibido, se mordía la lengua y luego continuaba con los de detrás, hasta que el tres, seis, siete y nueve parecieron una ilusión colectiva que el mundo entero se había empeñado en creer. Se aseguraba de cumplir ambas condiciones, no había duda, pero también era tan repetitivo que el leprechaun, estuviera donde estuviera, debía estar dándose cabezazos.
Si a Angus le pareció molesto, era difícil de saber, pues estaba tan sumergido en su mantra que apenas se dio cuenta de cómo se alzaban los vientos, aumentaba la lluvia o se oscurecía el cielo sobre sus cabezas. Solo cuando una rama, sacudida por la tormenta, estuvo a punto de golpearle, pareció despertar de nuevo.
—¿Parada? ¿A salvo? —preguntó, obviamente eligiendo sus palabras con cuidado.
Cordell alzó la mirada hacia el cielo, luego a la montaña a la que tenían que llegar.
—Sí, supongo, muertos tampoco conseguiremos el oro. —Sus ojos otearon el horizonte—. Creo que conozco una cabaña de caza cerca de aquí. Sígueme.
Angus asintió, volviendo a retomar su perorata, ahora a la cola de Orbayu y Cordell. No les llevó más de una hora, eterna, aunque al final consiguieron alcanzar la cabaña.
Quien hubiera estado antes había olvidado cortar leña y, con la que estaba cayendo fuera, podían olvidarse de encontrar un madero seco. Angus ya estaba resignado a ello, buscando una esquinita en la que pasar la tormenta y seguir su mantra, cuando Cordell suspiró. Si le dejaba así, terminaría con una neumonía.
—Espera aquí —pidió, antes de volver a salir a la tormenta.
Le llevó media hora regresar, tiempo en el que McIrvin aprovechó para quitarse la ropa, cubrirse con una manta de viaje que llevaban en las alforjas (no podía estar mucho más seca, pero algo era algo) y sacar más de aquellas galletas que había pedido en la taberna por la mañana. Duncan y Orbayu habían sido amarrados en el establo contiguo.
Al volver, Angus le observó con esos ojos cargados de curiosidad pero, quizá incapaz de encontrar una palabra que no contuviera la letra «e», se limitó a observarle como si estuviera loco por traer leña mojada.
Cordell le ignoró para acercarse a la chimenea, donde colocó varios maderos, apartando los sobrantes a un lado. También se aseguró de quitarse los guantes. Después, inspiró hondo, con una mano en el suelo, desde la que empezó a brotar un charco a medida que su botín se secaba. Esta vez fue el turno de Angus de abrir los ojos como platos, en los que se vieron reflejados las primeras llamas.
—¿Magia? —atinó a preguntar.
—Sí… —No pudo esconder la mueca—. Magia...
—¿Mi… duda… mala? —preguntó al cabo de unos segundos, algo más encogido en su manta.
Cordell se apartó para dejarle un sitio junto al fuego. Negó con la cabeza.
—No, da igual, no te preocupes.
No era culpa suya que su habilidad para hechizar a otros, su afinidad con el agua o su debilidad al hierro vinieran de donde venían.
Dreidariea y él no solían hablar de ello, pero el problema tendía a flotar sobre sus cabezas cada cierto tiempo. Un xanino era un niño intercambiado, lo que significaba que había habido otro, el hijo biológico de la xana.
Había enfermado, suponía. La verdad es que nunca había pedido los detalles, pero en un intento de salvarle, Dreidariea lo había conectado a un niño humano, cambiándolo en la cuna. La leche materna de los humanos obraba milagros con su especie, por no hablar de la fuerza vital del otro bebe, aunque ni siquiera un milagro fue suficiente para salvar al pequeño. Al morir, el pedazo que el hada había conectado a Cordell se quedó en él, lo que significaba que ya no era humano. Ya no podía devolverlo.
No hablaban de ello.
Angus debió intuir que pasaba algo porque, esta vez, no le asaltó con preguntas al respecto, como llevaba haciendo desde que Dreidariea decidió robarlo a él también. En su lugar, bajó la cabeza hacia el fuego.
—Cabaña… ¿Cómo… localizar?
Cordell estuvo a punto de dejar escapar una carcajada. Debía ser la forma más extraña del mundo de preguntar cómo conocía ese sitio. Salvaba lo poco sutil que era el cambio de tema.
—Mi amiga, Diana Barton, y yo nos escondimos aquí hace unos años, después de meternos en líos a dos pueblos de distancia.
Los ojos de Angus volvieron a agrandarse.
—¿Diana Barton? ¿No… criminal? ¿Mala?
Previsible. Sus carteles de «Se Busca» llenaban las paredes de tres estados. Si supiera que tras la puerta de la cabaña estaba la campana que habían robado en una iglesia (y que les había puesto a la fuga), hablaría en plural. Aunque, en su defensa, había sido un accidente.
—¿Crees que en el ejercito somos mucho mejores? —replicó Cordell, estirando las piernas para estar más cómodo—¿Huh?
Angus se quedó callado. Quizá buscando una palabra sin «e», de nuevo, o sin saber qué responder. Cordell volvió a suspirar.
—Diana trabaja para la Corte Feérica del Oeste como portadora de hierro… pistolera, vamos —tradujo Cordell, acercando las manos a las llamas para entrar en calor—. Pero cuando no hace eso, sí, se dedica a asaltar los caminos y robar. Suele apoyar a orfanatos y cosas así con el dinero. Es una buena persona.
» No puedo decir lo mismo de la mayor parte de soldados que he conocido. Parecen despreciar a los nativos, como si no hubiéramos sido nosotros los que atacamos su hogar. Tal y como yo lo veo, si hay un héroe en esta historia, es Diana. Los villanos somos los soldados…
—No… —Angus negó con la cabeza, confuso—. Tú… soldado. Yo busco parar. Tú no —señaló, dubitativo.
Había tardado un poco en darse cuenta. No, él no iba a dejar el ejército. No de momento, al menos.
—En la corte necesitaban a alguien en la caballería y un xanino es bastante más fácil de infiltrar que un fauno o una pixie. —Ahí sí que apreciaban a los suyos, ¿cómo no? Cordell se tragó el cinismo. De todas formas, daba igual. Era un trabajo como cualquier otro—. Que sea soldado para ayudar a la corte no significa que comparta la filosofía del ejército. Y tampoco lo necesito. Suelo hechizar a quien haga falta para estar en el regimiento y fuerte correcto, hago el trabajo, y me voy. ¿No te ha sorprendido que nos hayan dado unos días de permiso sin más preguntas?
Por la mirada de Angus, no, ni siquiera se lo había planteado. Cordell esbozó una sonrisilla. ¿Cómo pensaba que iba a conseguir la firma del capitán Green para que pudiera marcharse sin más explicaciones? Dreidariea y él ya lo tenían hablado.
No era tan fácil hacer desaparecer a un adulto y menos a un soldado. Para eso era mejor seguir la vía legal. Si no, Angus pasaría su vida perseguido como un desertor. Robar bebes era mucho más fácil que hacerlo con adultos.
—Yo… gracias —susurró Angus, hablando al cuello de su camisa.
Cordell ensanchó la sonrisa.
—Dreidariea me lo pidió, nada que agradecer. ¿Y qué planeas hacer? Cuando seas libre de la caballería.
—Yo… —Angus se pasó una mano por el pelo—. ¿Pan? ¿Bollos? ¿Cocinar?
—¿Hacer una pastelería o algo así? —Recibió un asentimiento por respuesta, con evidente alivio. Cordell tuvo que reír—. Cuéntame como el primer cliente, entonces.
A partir de ahí, la conversación fue más amena.
Angus se dedicó a hablarle, malamente, sobre sus tardes cocinando con su abuela. Ella era quien le había enseñado todo lo que sabía sobre las hadas, pero también le había dado una pasión por los dulces, enseñándole recetas que había traído de Escocia.
Después de los problemas con su padre y el resto de niños de pueblo, Angus había esperado encontrar algo de seguridad en el ejército. Nadie se metía con un soldado, ¿no? Cuál fue su sorpresa al comprobar que podían ser más desagradables que la media.
Si no hubiera sido por él y Dreidariea, ese muchacho habría terminado mal. Bastante mal.
Al final, la tormenta pasó de largo, aunque no sin obligarles a pasar varias horas allí dentro. Cuando se libraron de ella, era noche cerrada, con la luna alta en el cielo nocturno. Sería una locura continuar el camino, aunque Angus tampoco podía irse a dormir o pasaría el tiempo que tenía permitido sin hablar, así que, en solidaridad, ambos pasaron la noche despiertos.
Sólo tras mucho insistir, Cordell accedió a darle conversación, hablándole sobre selkies, pixies, faunos o leprechauns. Le explicó la diferencia entre las distintas cortes, cómo había llegado Sol del Mediodía a ser reina y muchas historias más. Le habló de Dreidariea, el hada que le había acogido bajo sus alas, y de cómo los vientos del destino la habían llevado de España a las costas americanas.
Para cuando amaneció, Angus a penas se tenía en pie y Cordell notaba la garganta resentida. Llevaba mucho sin hablar tanto.
Volvieron a cargar los caballos con las primeras luces, emprendiendo la marcha y retomando la perorata que Angus había adoptado la tarde anterior.
—Uno, dos… cuatro, cinco… ocho… —bostezo— uno, dos… cuatro, cinco… ocho...
Cuando alcanzaron el lago que Peck les había mencionado, Cordell no estaba seguro de poder escribir los diez primeros números en orden sin comerse al menos un par de ellos. Por Dios, agradeció que el pequeño leprechaun volviera a aparecer frente a ellos, esta vez con las mejillas candentes como un hierro al rojo.
—¡Para, para, para! —suplicó, tan frustrado como Cordell con la retahíla—. Has llegado, has ganado, por favor, calla.
A pesar de las bolsas oscuras bajo sus ojos, Angus parecía exultante. Tenía que ser un cambio agradable, pasar de cavar letrinas y luchar contra los apaches a convertirse en el protagonista de una de sus historias, derrotando a la astucia feérica.
Si no hubiera visto la sombra que cubría los ojos del leprechaun, Cordell habría coincidido, pero tenía algo preparado para la tercera prueba. No iba a ser tan fácil.
—Muy bien, enhorabuena, has cumplido con dos. Ahora, saca el oro del lago, y es tuyo.
—¿Del lago? —Angus prácticamente daba saltos de emoción por haber recuperado la «e» de su vocabulario—. ¿Es un lago mágico o algo así?
—No, es un lago corriente —aseguró el leprechaun—. Así que arre, adelante, termina con esto y déjame en paz.
Peck empezó a empujar las piernas de Angus para acercarlo al lago. Por suerte, sus pequeños bracitos apenas pudieron moverlo, logrando que Angus se detuviera frente a las aguas. Sus dedos tocaron la orilla un segundo, frotándose entre sí. Su ceño se frunció al hacerlo.
—¿Y has hecho algo al lago no mágico? —preguntó, volteándose hacia él.
Peck levantó un lado de la boca, con la nariz arrugada en desagrado. Su mueca no tardó en desvanecerse, sustituida por una sonrisa cargada de dulzura y amabilidad. Había visto pepitas de oro falsas que disimulaban mejor.
—¿A qué te refieres?
—¿No te parece que el agua brilla un poco? —Angus emitió otro bostezo—. Un poco demasiado.
—¿Lo hace?
—¡Por supuesto que lo hace! —De nuevo, faltó convencimiento en la voz de Angus, demasiado aguda como para transmitir confianza—. Es decir, creo, sí. Estoy seguro de que no es agua normal.
—¿No se habrán confundido tus ojitos humanos? Se te ve con sueño.
Por respuesta, Angus volvió a bostezar, usando una mano para cubrir el gesto. Cordell no necesitaba ver más. Sí, ambos estaban cansados, pero ver al leprechaun señalarlo... Entre eso y el agua, estaba claro lo que había hecho. Conocía gente que, por menos, le hubiera pegado un tiro y oh, a él no le faltaron ganas.
—Intenta matarte.
Angus se giró hacia él, aún somnoliento, pero la mirada del leprechaun estaba cargada de odio.
—¿De verdad vas a hacer caso a un xanino? Sabes que si se esfuerzan pueden mentir, ¿verdad? No son dignos de confianza.
Cordell rodó los ojos. Porque las pixies y duendes, expertos en tergiversar las palabras, eran un ejemplo de honestidad y transparencia.
—Hay polvo de hadas en el agua. Si entras te vencerá el sueño y morirás ahogado —explicó, cruzando los brazos.
El leprechaun, a aquellas alturas, parecía un perro rabioso a punto de saltar. Que lo intentara.
Si había olido su aroma a dulces podría llegarle el tufo a hierro de su sable de la caballería y pistola. Que no le gustara el metal no significaba que tuviera problemas para utilizarlo. ¿Para qué creía que llevaba guantes? Estaba más que acostumbrado a apretar el gatillo o a esgrimir su espada.
Angus, a aquellas alturas, le miraba con aprensión, un par de tonos más pálido que de costumbre. Su nuez tembló cuando tragó saliva, volviendo la cabeza hacia el lago.
Mientras, el duendecillo aprovechó para resoplar, aún sin apartar la mirada de Cordell.
—Lo que haya hecho o dejado de hacer no nos afecta —aseguró, alzando el mentón hacia ellos—. Mi condición sigue siendo la misma. Saca el oro del lago y es tuyo.
—¿Y cómo quieres que haga eso sin dormirme? —preguntó Angus, desesperado—. Está amañado.
—Nunca prometí condiciones justas, ¿no? —replicó el duende, con una sonrisa que enseñó sus dientes en punta.
Cordell emitió un único suspiro antes de acercarse a Angus y darle su cinturón, con espada y pistola.
—Si hace algo, le disparas —pidió, desanudándose el pañuelo que llevaba al cuello.
Angus parpadeó un par de veces.
—¿Qué?
—Que le dispares si intenta hacer algo. Yo voy a conseguirte ese maldito oro.
Angus tuvo que correr para colocarse frente a él, con una mano alzada mientras la otra seguía sujetando sus cosas.
—¿Pero qué haces? Si te pido ayuda se anula el trato y todo esto habrá sido para nada.
—Menos mal que no me has pedido ayuda, ¿verdad? —Cordell dedicó una sonrisa de desafío al leprechaun, que trataba de asesinarle con la mirada—. Como he dicho, si hace algo, dispárale.
—Pero dijiste que era cosa mía. —Los ojos de Angus temblaban, buscando algún resquicio de duda en los suyos.
Por haber, había muchas, no sabían si era la única trampa que había preparado ese leprechaun del demonio, pero estaba claro que, si alguno de los dos tenía una oportunidad allí, era el hijo de una xana. Pocas hadas conocían mejor los secretos del agua.
Angus boqueó nuevamente, en su cara, cuando se encontró con una chaqueta sobre su brazo libre, un pañuelo y un chaleco. Las botas terminaron a sus pies antes de que pudiera decir una nueva palabra.
De todas formas, no podía ser peor que Diana retándole a saltar a una poza desde un precipicio, ¿verdad? Esta vez, apenas había altura. Casi le daba pena, Cordell no pudo lucirse al entrar de cabeza, desapareciendo entre las aguas como si fuera su madre y pudiera convertirse en ellas.
Angus permaneció con la mirada en el lago, ojiplático, sin darse cuenta de que había empezado a contar los segundos. 1. 2. 3. 4. 5. Hasta Peck parecía expectante. ¿Frustrado por la intervención? También, mucho, pero la pistola que Angus sujetaba fue suficiente disuasión para mantener sus pequeñas manos en sus bolsillos.
No amañaría la prueba. Al menos, no más de lo que ya lo había hecho.
Cuando Angus llegó al 1383, algo más de veinte minutos más tarde, vieron una cabeza asomar sobre la superficie del agua. El cabello castaño de Cordell caía sobre su frente, escurriendo agua sobre los ojos que mantenía clavados en el leprechaun. Sus cejas, prácticamente una línea recta, hacían juego con la tensión de su mandíbula.
Llevaba un caldero en la mano, que dejó en la orilla para que Angus pudiera cumplir las condiciones de la prueba. Al fin y al cabo, tenía que sacarlo del lago, ¿no?
Esta vez, las mejillas de Peck no se encendieron, tornándose blancas como la tiza cuando, sin una palabra, Cordell cogió sus guantes y sable, el mismo que terminó a centímetros del rostro del duendecillo.
—¿Un kelpie? ¿Ibas a hacerle meterse en el lago de un kelpie?
Angus, a su espalda, dejó caer el caldero de oro, ya fuera del lago. Las monedas tintinearon en su interior.
—¿Un…? —Le fallaron las palabras, perdiéndose en un nuevo bostezo—. ¿Un kelpie? ¿El caballo acuático…?
—Come personas, sí —terminó Cordell, pasándose una mano por el rostro para secarlo—. El mismo de las leyendas celtas. Tienes suerte de que esa cosa no me haya visto.
Por la mirada del leprechaun, debía pensar que suerte sería que el kelpie se lo hubiera comido. Sólo la hoja de Cordell, acercándose un poco más, logró que el duende dejara escapar un gritito de terror.
—No… no, no incumplía ninguna de nuestras normas.
—Ya… Y las normas lo son todo, ¿verdad?
Luego, los duendes como aquel, se atrevían a llamarle mentiroso. ¿Qué importaba su impedimento si dominaban el engaño con semejante maestría? No necesitaban faltar a la verdad para ocultarla.
—Eh… Cordell —susurró Angus, a su espalda, conteniendo un nuevo bostezo—. Tenemos el oro, da igual, puedes dejarle ir.
El leprechaun tuvo el tino de mantenerse en silencio, quizá consciente de que, dijera lo que dijera, no le ayudaría en aquella situación.
Al final, tras un rato que le pareció eterno, pero que Angus contó como 94 segundos, Cordell apartó el sable.
Se dio la vuelta para recuperar el resto de sus cosas, sin una sola mirada atrás. No vio al leprechaun desvanecerse en el aire. Tampoco necesitaba hacerlo. Angus, a su izquierda, temblaba como una hoja de otoño al viento, aún mirando al lago.
—¿De verdad había un kelpie?
Cordell se limitó a asentir, intentando sacudirse la modorra de encima. Tanto tiempo entre polvo de hadas afectaba hasta a un xanino como él. Si ese caballo lo hubiera visto, nadando en sus aguas… Tuvo que contener el escalofrío. No quería pensarlo siquiera.
—Gracias —susurró McIrvin.
Sólo era una palabra, pero hubo algo en la forma en la que Angus la pronunció, sentándose a su lado.
Volvía a tener esa mirada, la del cachorrito perdido, y sus dedos golpeaban rítmicamente sus rodillas, llevando una cuenta que sólo él podía seguir. Cordell tenía un dicho: Las palabras se las lleva el viento, las acciones arraigan en la tierra. Esta vez, sin embargo, se equivocaba. Había fuerza en ese gracias, pronunciado con más sinceridad de la que los feéricos hacían gala.
Angus no hubiera podido terminar las pruebas del leprechaun sólo y ambos lo sabían.
—Vamos a sacarte del ejército y conseguirte esa pastelería, ¿eh? —Al hablar, dio una pequeña patada al caldero, del que cayó una de las monedas, enterrándose en el barro de la orilla.
Angus le dedicó una sonrisa. Pequeña. Nerviosa. El gesto más alejado posible de lo que uno esperaría de un héroe de cuento. Suerte que no tuviera que ser uno.
Empezaba a ver lo que Dreidariea había visto en él, lo que la animó a llevárselo lejos de allí. No era un xanino y tampoco se convertiría en su ahijado, demasiado mayor para eso, pero, ¿quién lo necesitaba? Era un niño perdido, buscando un hogar, y ellos, por muchos fallos que tuvieran, estaban dispuestos a ofrecerle uno.
¿No valía más que un caldero de oro al otro lado de un arcoíris?
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