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Bibbidi Bobbidi Bang




En momentos como aquel, Diana se alegraba de ser una experta en el noble arte de liarse a tiros. No es que fuese su idea de una velada perfecta, pero si tu hada madrina volvía después de cinco años y te pedía que eliminases a un grupo de contrabandistas fae, tú preguntabas si quería algún prisionero, cargabas tus pistolas con balas de aleación de hierro y te encargabas de ello. No era opcional. Si se daba prisa, tal vez pudiese terminar antes de que comenzase el pase del espectáculo de variedades al que había prometido llevar a Maiara. Pero primero los negocios, luego la diversión.

Por el momento, sus negocios la habían llevado a lo alto de una loma, tumbada cerca del borde para no ser vista. Unos cinco metros más abajo, en el desfiladero, una diligencia de color calabaza esperaba junto a la entrada de una mina. A través de sus prismáticos veía a algunos de sus objetivos moverse de un lado a otro, levantando pequeñas nubes de polvo que, a la luz de la luna y el fuego azul que habían encendido en las antorchas de la entrada, parecía azulado. Dos de ellos podrían haber pasado por humanos; altos, esbeltos e incluso atractivos. Vestían unas túnicas oscuras demasiado elegantes para el trabajo que les ocupaba, por lo que Diana deducía que no era algo que hiciesen a menudo.

En cuanto a sus compañeros, todos eran pequeños como niños de seis años. También podrían haber pasado por humanos, si los niños mortales tuviesen cara de viejo malhumorado, barba, y se paseasen por ahí con garrotes y martillos de guerra que lucían salpicaduras color óxido de víctimas anteriores.

Diana anotó mentalmente que los feéricos del otro lado del océano eran unos guarros.

Debería haber avistado también a algunos humanos en el puesto de vigilancia, pero en ese momento los dos estaban profundamente dormidos a varios metros a su espalda, atados y amordazados por si eran lo bastante idiotas como para atraer la atención de las criaturas que acechaba.

Tal vez los feéricos notasen la ausencia de vigilantes o tal vez no, Diana no podía estar segura de cuánto sabían del mundo humano y de cómo funcionaban las minas. La lógica le decía que lo mejor para su misión habría sido dejarlos allí, pero no había podido. Podría ser una ladrona y tener sangre tanto humana como feérica en sus manos, pero aquellos hombres no habían hecho nada que mereciese encontrar un cruel final en manos de los emisarios de la corte noseelie. Al menos, que ella supiera.

Por suerte, sus presas no parecían haber notado nada extraño en la ausencia de humanos, de modo que su misión todavía podía ser un éxito. En cuanto a los humanos, permanecerían a salvo y sin tener ni idea de lo cerca que habían estado de no contarlo. Se despertarían a la mañana siguiente con dolor de cabeza y unas galletas menos entre sus provisiones (las vigilancias le daban hambre), pero a salvo. —Hueles a hierro —le echó en cara una voz femenina a su espalda. No necesitaba volverse para saber que su acompañante había arrugado su naricilla respingona, como cuando era una niña y la sorprendía robando galletas del tarro antes de la cena o dejando el suelo perdido de barro. Diana sonrió para sí sin dejar de observar con los prismáticos: Siempre había sido una tiquismiquis. —Yo no decidí que el hierro fuese la debilidad de las vuestras, madrina. —Pero podrías haber decidido camuflar un poco el olor. No quiero que te detecten antes de tiempo —replicó el hada.

Diana bajó los prismáticos para mirarla y la recién llegada hizo lo mismo. Durante los casi cinco años que habían estado separadas, la humana no había cambiado mucho: seguía siendo baja para los estándares de su especie, pero suponía que era un buen atributo para una ladrona.

Esa noche llevaba su largo cabello rubio en recogido en una trenza que nacía bajo su sombrero negro para deslizarse sobre su hombro. Su rostro seguía salpicado de lunares dispersados por la región entre su párpado izquierdo y la comisura de su boca, como una constelación propia. Aunque ahora lucía una cicatriz que no había estado ahí la última vez, en su cuello. Pero su mirada azul era la de la niña que había acogido bajo sus alas. —Hoy día es raro ver un humano que no lleve consigo algo de hierro, sería más sospechoso si no hubiese ningún rastro en mí —argumentó—. Sé cómo cometer un atraco, no es la primera vez que hago esto, Arabis.

Hay quién diría que, de hecho, estaba demasiado habituada. Su rostro aparecía en los carteles de Se Busca de al menos dos estados, junto a los semblantes de algunos miembros de su banda. Tal vez tres si las cosas se complicaban en el atraco del próximo jueves. —¿Tienes suficientes balas? —insistió. —Ah, no, he decidido venir a asaltar una diligencia sin munición, que es más emocionante. Por salir un poco de la rutina, ya sabes —Puso los ojos en blanco mientras guardaba los prismáticos en su bolsa. Se giró hacia su acompañante, que no había oído llegar. Tenía el ceño fruncido y una expresión un poco confusa en su rostro de porcelana, enmarcada por unos tirabuzones oscuros salpicados de plata en un mechón. Aunque lo más llamativo de su aspecto no era su belleza o sus ojos de un intenso color violeta. Lo realmente remarcable tenía que ver sobre todo con ser tan pequeña que podía sentarse en la palma de la mano de su ahijada. O las delicadas alas de mariposa que nacían en sus omóplatos y la mantenían en el aire. —No te pongas sarcástica conmigo, jovencita —le recriminó la diminuta pixie—. Sabes que no me gusta. Se parece a las mentiras. —No tienen nada que ver con... Da igual —se resignó—. Sí, tengo balas para acabar con un regimiento. Incluso con dos, si son pequeños. —¿Has contado los objetivos? —quiso asegurarse mientras se posaba en el ala de su sombrero negro, sin notar el nuevo sarcasmo. —Cinco gorros rojos y dos hadas noseelie —respondió, conteniendo a duras penas su impaciencia—. Debería ser fácil. —No los subestimes, su sed de sangre no conoce límites. Y además siempre llevan hierro encima. —Frunció la naricilla otra vez con desagrado—. No podré ayudarte con ellos. —Se nota que nunca has visto a Rhiannon cuando alguien de la banda no hace las tareas —murmuró su ahijada—. Pero mira el lado positivo: ya no hace falta que camufle mi olor.

Procuraba mostrarse segura, aunque lo cierto es que cuando era una niña a su cuidado, los gorros rojos poblaban sus pesadillas: Unos seres violentos que teñían sus sombreros con la sangre de sus víctimas y que debían matar con regularidad, porque si su peculiar indumentaria se llegaba a secar, morirían. Además, eran extraordinariamente rápidos y fuertes; escapar de uno era casi imposible. Desde luego, eran los feéricos que menos habían tardado en adaptarse al Nuevo Mundo.

A su madrina le bastaba con nombrarlos si quería que se fuera pronto a la cama o que dejase de hacer trastadas, pero ahí estaba, a punto de enfrentarse a cinco. —Tómate esto en serio por una vez, Diana —la regañó—. ¿Sabes cuántos portadores de hierro han enviado a detenerles? Ninguno regresó.

—Voy a empezar a pensar que te preocupas por mí —soltó la pistolera, sarcástica.

—Oh, venga, no me vengas con esas. —El hada abandonó su asiento en el sombrero para revolotear cerca de su rostro—. Ya sabes cómo funciona: cuidamos de los niños que tienen potencial e incluso les otorgamos algunos dones a cambio de que en el futuro los uséis a nuestro favor. Y cuando crecéis, os buscáis las castañas solos. Es un buen trato.

—¿Por qué todo tiene que ser un trato para vosotras?

—Es nuestra naturaleza. —Se encogió de hombros —¿Alguna pregunta más?

—Pues sí: Si tan listas sois ¿por qué no mandáis a las vuestras a pararles los pies? —inquirió mientras hacía un gesto con la barbilla hacia el grupo de feéricos.

—Porque son parte de la corte noseelie, del viejo mundo —explicó con cierto tono de impaciencia—. Nuestra corte no tiene buena relación con ellos, pero sí cierta paz. No obstante, esa concordia se desquebrajaría como un zapatito de cristal si asesinásemos a sus emisarios directamente.

—¿Pero ellos sí pueden dedicarse al contrabando de alinita?

Su madrina suspiró y echó una mirada impaciente hacia la diligencia, asegurándose de que seguían allí. En ese momento, dos gorros rojos transportaban un enorme saco sobre sus hombros. Aunque tan solo era un burdo saco de arpillera, el hada podía sentir desde allí el poder de las perlas extraídas del interior de las perséfone: unas flores que crecían en las profundidades de algunas minas

Los humanos tendían a ignorarlas, pues su ardua búsqueda solía ir dirigida a encontrar oro y plata, sobre todo. Qué típico de los suyos el no prestar atención a los pequeños prodigios de la naturaleza, a menos que supiesen que podían aportarles un buen beneficio.

Y, de acuerdo, las hadas en realidad querían las perlas de alinita, pero se las merecían: ellas sí habían prestado atención. Eran un regalo de la tierra.

Y, sobre todo, eran un regalo a la corte del nuevo mundo. Los noseelie no tenían derecho a robarlas para su estirado rey.

—Las relaciones entre las cortes feéricas son... complicadas. Y no tenemos tiempo para una lección de política —zanjó.

—Y tanto que no: empiezan a moverse —observó su ahijada.

Las dos noseelies habían subido a la diligencia mientras hablaba. Un gorro rojo subió al asiento del conductor y agitó las riendas. Dos caballos negros como la noche respondieron a la orden y comenzaron a tirar del vehículo.

—¿Preparada? —preguntó mientras se ponía en pie.

—Espera.

Volvió la mirada hacia su humana mientras alzaba las manos y comenzaba a acumular energía mágica.

—Quédate quieta un segundo.

Diana no necesitaba que se lo dijera, no era la primera vez que su tutora utilizaba su magia en ella. Sin embargo, la humana la deleitó con una expresión exasperada. A veces tenía la impresión de que su madrina seguía viéndola como una niña pequeña y alocada. Y Diana ya tenía veinticinco años: era toda una adulta alocada.

Pero dejó que su madrina le aplicase algunos hechizos protectores tanto a ella como a su caballo, además de un encantamiento en los cascos del animal para que sus pasos fuesen completamente silenciosos.

Una vez que hubo terminado, Arabis se quedó mirando a su ahijada un momento, con el peso de la duda instalado en su corazón.

—Recuerda que desviará la mayor parte de los golpes —le advirtió el hada—, pero no los que se realicen con hierro.

Diana asintió para que supiera que lo había comprendido antes de que el hada se adelantase volando.

Se volvió hacia su caballo, un hermoso ejemplar pinto tobiano de manchas color castaño claro. Le espoleó apenas tuvo una bota afianzada en el estribo y el animal empezó a trotar silenciosamente sobre la loma.

Diana sacó un arco y una de las flechas que se sacudían en el carcaj con cada paso del caballo. Las armas de fuego eran más rápidas de cargar, pero un arco era silencioso y tenía mucho más alcance que los cuchillos arrojadizos, de modo que les daría cierta ventaja. Colocó la primera flecha con punta de hierro, y adoptó la posición de tiro, que era la parte esencial del éxito de cualquier arquero.

Afortunadamente, no necesitaba las gafas que fabricaba el artífice de la banda para poder localizar a sus objetivos en la oscuridad, porque la visión nocturna había sido uno de los dones que su madrina le concedió en su día. Una vez localizó al primer matón, alzó el arco al tiempo que tensaba la cuerda sin perderle de vista. Cuando lo tuvo a tiro, inspiró hondo y aflojó los dedos.

La flecha salió disparada en la noche y, como enviada por la Diana original, encontró su objetivo, clavando la sangrienta prenda en el lateral del carruaje.

Durante los efímeros segundos que reinó la confusión, dos flechas más surcaron el aire, dejando a otro gorro rojo sujeto a la diligencia. La tercera erró el blanco, pero consiguió dejar una candente caricia en el rostro de otro enemigo.

Entonces se desató la tormenta de hierro.

Diana colgó el arco en la silla y lo sustituyó por su rifle Springfield. Estaba concentrada en apuntar y disparar, con un ojo en la dirección del caballo, aunque un resplandor dorado en la periferia de su visión le indicó que la magia de Arabis estaba protegiéndola del contraataque mágico.

No es que los gorros rojos fueran a devolverle los disparos, su estilo refinado generalmente consistía en aplastar la cabeza de su víctima a garrotazo limpio, pero los noseelie podían usar también flechas o ataques mágicos, y, teniendo en cuenta lo que hacían con aquellos humanos que les tocaban las narices, Diana agradecía poder contar con que su madrina le cubriese las espaldas.

Le había preguntado si acaso sabía a cuántos portadores de hierro habían enviado antes de ella. Lo sabía muy bien y también lo mucho que le gustaban sus intestinos donde estaban, dentro de su cuerpo.

Alcanzó a un gorro rojo mientras saltaba de la diligencia, martillo en mano, para ir a su encuentro y a su compañero, que solo tuvo tiempo de avanzar un par de pasos antes de que el hierro acariciase su corazón. Remató al que había clavado en la puerta, que estaba dando unos violentos tirones para liberar su gorro de la flecha, a pesar de que así solo conseguía abrasarse aún más con el contacto de la punta de hierro. La mercenaria compuso una mueca de dolor mientras apretaba el gatillo y buscó al otro que había fijado a la madera, pero este había conseguido liberarse y tan solo quedaban unas manchas sanguinolentas. Soltó una maldición al comprender que lo había perdido y que con toda seguridad se estaba dirigiendo hacia ella.

—Ya sabía yo que estaba siendo demasiado fácil —masculló mientras dirigía el cañón del rifle hacia otro blanco.

—¿Fácil? —repitió Arabis en algún punto a su izquierda, con la voz tensa por el esfuerzo —¡Será para ti!

Diana no tuvo que mirarla para entender que estaba teniendo problemas para protegerla del contraataque noseelie. Era una magia muy oscura para un hada madrina, no sabía cuánto tiempo aguantaría.

Tenía que neutralizarlos antes de descubrirlo de la peor de las maneras.

—Voy a acercarme a saludar—anunció mientras derribaba al gorro rojo cuya flecha había arañado su cara.

Había saltado de la diligencia y salido a su encuentro, rápido como el relámpago y Diana le derribó a escasos pies de distancia.

Eran condenadamente rápidos así que… ¿Dónde se había metido su compañero?

—Ten cuidado —pidió su madrina.

—Tú también. No te quedes cerca del suelo.

La portadora de hierro dirigió entonces a Idril por un sendero que bajaba bordeando la loma hasta el nivel de la diligencia, clavó los talones en los flancos del caballo y este aumentó la velocidad. Mientras acortaban distancias, Diana volvió a cambiar su arma. Esta vez, sustituyó el fusil por la Colt que colgaba en su cadera izquierda, del color azul metálico que le había labrado el apodo que figuraba bajo su retrato en los carteles de Se Busca que colgaba en las oficinas de los sheriffs de la zona. Como su madrina siempre le había dicho que, pese a sus dones, una siempre debía tratar de resolver los problemas dialogando, había decidido llamar así a su pistola.

Mientras tanto, unas chispas de color negro emergieron desde la ventana trasera en su dirección. Diana le dio un toque a Idril con el talón para que se hiciese a un lado y apartarse de la trayectoria del ataque que, a pesar de la distancia entre la diligencia y ella, solo pudo esquivarla por los pelos. Se mordió la lengua para acabar con la maldición que pugnaba por escapar de su garganta y en su lugar, gritó:

—¿Es lo mejor que sabéis hacer las hadas finolis de la otra orilla? —se burló Diana, alzando la pistola y apuntando en la dirección en la que había venido el estallido de magia —. ¿Qué vas a hacer? ¿Lanzarme una maldición estirando el meñique?

La respuesta que recibió desde el interior del carruaje fue la misma, solo que, en lugar de unas chispas, se vio a merced de una lluvia oscura. Y ella sin paraguas.

De nuevo, apartó a su caballo de la trayectoria y devolvió el disparo. Sonrió, satisfecha, cuando escuchó una maldición en lengua feérica y la ráfaga oscura se detuvo un momento. Solo un momento, pero era todo lo que necesitaba para saltar a la diligencia y desviar el peligro de su compañero de cuatro patas. Amartilló a Diálogo y volvió a disparar mientras se ponía en pie en la silla, aprovechando que la luna le sonreía (literal y metafóricamente, puesto que sus dones eran más fuertes las noches de luna creciente), flexionó las rodillas y saltó.

Y entonces algo la golpeó a mitad de salto dolorosamente. Notó un vuelco en el estómago justo antes de caer.

Ocurrió muy deprisa: Diana notó el impacto, el sabor a tierra y al óxido de la sangre ascendiendo por su garganta, además del ardor en sus costillas, que robaron el aire de sus pulmones durante unos angustiosos minutos. Diálogo se escapó de entre sus dedos.

El impacto la hizo rodar por el suelo, pero le era complicado distinguir qué era arriba y qué era abajo mientras el polvo del camino se le metía en los ojos y en los pulmones, mientras sus costillas seguían en llamas. Tampoco es que pudiese permitirse el lujo de parar un momento para averiguarlo, porque sabía lo que ocurriría a continuación. Siguió rodando para apartarse de la trayectoria de otro golpe de chispas negras y del garrote que se hundió en la tierra, a penas a unas pulgadas del lugar en el que su cabeza había estado unos segundos antes. Se puso en pie, desenfundó y amartilló su otra pistola, la gemela de Diálogo a la que llamaba Zafira, puesto que había perdido la primera mientras tragaba sendero. En fin, al menos se iría cenada ¡con la de hierro que tiene la tierra!

Apretó el gatillo de Zafira y probablemente eso le salvó la vida, porque el gorro rojo que se precipitaba hacia ella tuvo que esquivarlo justo cuando alzaba el garrote de nuevo, listo para destrozarle el cráneo.

—Me preguntaba qué te estaba llevando tanto tiempo —comentó mientras abría fuego de nuevo—. Me sentiré ofendida si has encontrado algo más interesante que yo en medio de mi atraco.

El gorro rojo volvió a esquivar sus balas y soltó un improperio en lengua feérica.

—Vas a conseguir que me sonroje —le guiñó el ojo mientras amartillaba de nuevo su pistola.

Sin embargo, no volvió a disparar. El estilo de muchos pistoleros consistía en desgastar el gatillo sin siquiera apuntar, confiando en que terminarían acertando en el blanco. Era una buena forma de terminar acribillado y a Diana no le gustaba gastar munición en vano durante una pelea. Sabía que podía hacer bailar a su enemigo hasta que se quedase sin balas y, en los dos segundos que tardaría en alcanzar su otra pistola o uno de sus cuchillos, se abalanzaría sobre ella. Sabía que una vez que estuviese en el suelo, sus probabilidades de sobrevivir se reducirían prácticamente a cero. Lo cual sería una auténtica mierda, puesto que tenía planes y todos incluían su cabeza intacta.

El gorro rojo, por su parte, también se había quedado quieto. Ambos se estudiaron con la mirada, calculando las posibilidades de éxito de su próximo movimiento.

Y cada segundo que pasaba, la diligencia se alejaba con la alinita. Diana quería pensar que su madrina se estaba ocupando del noseelie a la fuga. Tampoco se le ocurría otro motivo por el que seguía de una pieza y respirando.

Todos los nervios de su cuerpo le suplicaban que empezase a disparar, el dedo del gatillo picaba, pero Diana se obligó a esperar a que su enemigo hiciese el primer movimiento. Los gorros rojos eran endiabladamente veloces; a esa distancia, solo tendría una oportunidad de disparar. El segundo en el que tardaría en recargar otra bala sería el que aprovecharía su enemigo para tirarla al suelo y pintar el sendero con su sangre. Podría intentar esquivarlo, pero teniendo en cuenta su dolorido cuerpo, no era una garantía de éxito. Y la especialidad de Diana era no fallar. Dejaría que se abalanzase sobre ella, le esquivaría y le regalaría un billete de hierro destino al infierno. O a donde quiera que fuesen los duendes malignos al morir.

Efectivamente, el gorro rojo interpretó su inmovilidad como duda y se lanzó al ataque con el garrote en alto. Diana dio un paso a la derecha y se deslizó rotando sobre su talón como una de esas bailarinas distinguidas de Europa mientras el hierro de su enemigo comenzaba su arco descendente donde apenas un segundo antes había estado el cuerpo de la forajida.

Justo como había planeado, apretó el gatillo. Entonces sintió una pequeña mano aferrar su cinturón. La bala se perdió mientras Diana perdía el equilibrio.

Eso no lo había planeado.

Amartilló la pistola de nuevo y en el momento en el que su espalda impactó en la tierra, el sonido de un disparo tronó en la noche.

El duende soltó un ensordecedor grito de dolor mientras la humana le imitaba con una versión más breve cuando el garrote aterrizó sobre su estómago.

—Vaya, eso podría haber dolido mucho —suspiró mientras lo lanzaba a un lado con la mano que no empuñaba a una Zafira humeante.

El gorro rojo la miró con odio reconcentrado mientras sujetaba su muñeca abrasada por su bala. Diana le sonrió mientras amartillaba la pistola de nuevo y esta vez, apuntaba a su nariz.

—¿Últimas palabras? —preguntó.

El feérico se abalanzó a por su garrote en un desesperado intento por cambiar las tornas, pero apenas tuvo tiempo de dar un paso antes de que la siguiente bala se llevase su vida.

—Pues vale, es tu muerte después de todo.

Se incorporó a pesar de que sus costillas lanzaban señales evidentes de que no querían ser movidas, pero no estaban rotas, solo magulladas, lo cual significaba que aún tenía trabajo que hacer.

Soltó un juramento que, de haberlo escuchado su madrina, le habría lavado la boca con agua y jabón, pero maldecir como un marinero con reuma ayudaba con el dolor mientras se ponía en pie.

Se llevó una mano junto a la boca y ululó como un búho. Tratando de ignorar el profundo ardor de sus costillas y el de su pobre coxis, volvió a agacharse a unos pasos para recoger su sombrero, la otra pistola y el garrote del gorro rojo. Ella no lo quería para nada, pero pensó que tal vez al Sol del Mediodía le gustaría un trofeo de la corte noseelie. Los informes quedaban mucho mejor si los acompañaba de una prueba y, como Cordell solía decir: Las palabras se las lleva el viento, las acciones arraigan en la tierra.

Estaba buscando en los bolsillos del cadáver cuando Idril emergió entre los árboles con un relincho quedo, en respuesta a su llamada. Diana sonrió al verlo y esperó a que llegase hasta ella, dejó el garrote en su alforja y comprobó que no estuviese herido. Más tarde haría un chequeo completo y le compensaría con algún premio, pero tenía que encontrar a su madrina y el cargamento de alinita.

Miró la silla de su caballo con un suspiro. Eso iba a doler.

En otra ocasión, habría buscado por los alrededores algo que le hubiese servido de taburete para hacer su subida menos dolorosa, pero no había tiempo. Deslizó su bota en el estribo y se impulsó hacia la silla maldiciendo a una velocidad pasmosa. Idril no movió ni un músculo, acostumbrado al vocabulario de su compañera humana.

Diana le palmeó el cuello y le hizo girar para seguir el rastro de la diligencia, luego, resignándose a que aquello iba a ser un infierno hasta que encontrase a su madrina, puso al caballo a trote y después a medio galope.

No tuvo que cabalgar tanto como había creído, no habían pasado ni dos insufribles minutos cuando distinguió una motita de luz en el aire que volaba hacia ella, un saco de arpillera flotaba junto a ella, repleta de lo que Diana adivinó que sería el cargamento robado.

Pero algo no iba bien. El vuelo de su madrina era inconstante, en lugar de volar en línea recta, su madrina descendió bruscamente en el aire un par de veces antes de recuperar altura.

—¿Arabis? —preguntó, mientras una sensación mucho peor que la de sus costillas y pelvis magullados le empezó a subir por el pecho. Dio un golpecito con los talones en los flancos de Idril para que acelerase y gracias a ello, pudo recoger tanto a la pixie como a la bolsa cuando la primera se quedó sin fuerzas y comenzaron a caer— ¡Arabis! ¿Qué te han hecho?

Corrigió el rumbo de Idril y le hizo acelerar todavía más, apretando los dientes a causa del dolor. Enganchó el saco de alinita en la alforja apresuradamente. No se molestó en comprobar su contenido ¡al diablo con la alinita y con todos los noseelie!

Alzó la palma de la mano para examinar al hada a la luz de la luna. Su pequeño pecho subía y bajaba deprisa, lo cual la tranquilizó solo un poco. Era un indicador de vida, pero también de que su madrina sufría.

Su mirada de portadora de hierro podía ver en la oscuridad con la claridad del día, por lo que no fue un problema distinguir las quemaduras de sus piernas que destacaban entre los jirones de su falda.

La ira ardió tanto como el dolor de cada paso de su caballo, incluso más.

—¿Está muerto? —preguntó.

Su hada asintió débilmente.

—Un hada con suerte. Si no sentiría cómo le saco las entrañas y las cuelgo de un árbol como si fuese una decoración del equinoccio. —Dobló el dedo índice para ponerlo a la altura de la pixie. Comenzó a formarse un molesto nudo en la garganta cuando sintió que su pequeña mano lo agarraba sin fuerza—. Tranquila, madrina, te vas a poner bien.

—¿...Corte…? —inquirió.

—Demasiado lejos. —Negó con la cabeza —tardaríamos tres días en llegar. Mi campamento está a unos minutos. No te preocupes, puede ayudarte tan bien como cualquier hada.

—¿Quién? —quiso saber, curiosa.

Pero las fuerzas la abandonaron antes de recibir una respuesta. Lo último que alcanzó a ver, fue la sombra de una sonrisa como la luna por la que la había sido bendecida dos décadas atrás.


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El aroma de las pequeñas flores violetas que recibían su nombre trajo a Arabis a la luz y la consciencia. El frescor del rocío de la mañana era una bendición para sus piernas abrasadas, encubriendo el dolor, pero si aquel era el precio por salvar a su niña, Arabis recibiría el tormento como a su más distinguido y honorable invitado.

Las hadas madrinas tenían que soltar la mano de sus niños cuando ya no las necesitaban y dejarlos marchar por su propio camino. Aunque fuese lo más difícil en la vida de una madrina, aunque les rompiese el corazón. Interferir más de lo necesario en su destino era peligroso. El precio a pagar era demasiado elevado. Todas lo sabían, pero eso no lo hacía más fácil. Tal vez, de alguna manera, Arabis había podido enmendar el daño en cierto modo. Tal vez Diana pudiese dejarlo atrás de verdad. Sin embargo, el dolor brillaba por su ausencia ¿era una buena señal o las lesiones eran tan graves que había perdido la sensibilidad?

Abrió los ojos para descubrir que se hallaba tendida en una especie de nido construido con algodón y los pétalos de las pequeñas arabis que cubrían su cuerpo como una suave y reconfortante manta.

Lo siguiente que advirtió es que se encontraba en el interior de un carromato. Aquí y allá colgaban racimos de hierbas secas. Distinguió también un camastro, un baúl, algunos estantes y una mesa, todo de tamaño humano, pero no se parecía al carromato de su ahijada. Al menos, no era el último que había visitado. Estaba demasiado ordenado y echaba en falta su colección de armas.

—Déjala descansar, Diana —decía la voz cálida y serena de una mujer—. Ha sufrido unas quemaduras muy severas, necesita calma… Y tú eres una tormenta en el mar, mi amor.

—¿Espectacular? ¿Intimidante? —preguntó la voz de Diana, aunque carecía de su buen humor habitual.

—Nefasta para guardar reposo.

Le pareció distinguir una sonrisa en sus palabras. Pese a su situación, la curiosidad inherente de las hadas la hizo agudizar el oído ¿Quién era esa mujer? ¿Tenía Diana una nueva amante o solo era una broma coqueta?

No tuvo que esperar demasiado para comenzar a dar respuesta a sus preguntas, apenas un par de segundos después, la puerta se abrió para dejar entrar la primera luz del alba y, con ella, a una mujer de piel oscura que vestía una falda con rosas bordadas y una blusa de estilo poncho. El cabello, negro como la noche sin luna, estaba recogido en una trenza medio desecha que enmarcaba un rostro en forma de diamante, de profundos ojos castaños.

—Estás despierta —observó. Se apresuró a acercarse a la mesa en la que se encontraba su improvisado nido—. ¿Cómo te encuentras?

—No siento dolor —miró a la mujer con más atención— ¿Me has tratado tú? Ella asintió.

—Ya veo. Eres una aprendiz de iyaganasha.

La mujer repitió el gesto.

—No estaba segura de que los conocieses.

—No personalmente, solo he oído hablar de ellos —reconoció.

Arabis no sabía demasiado sobre sus primos americanos, puesto que no se relacionaban demasiado con las suyas, aunque la reina sí había tratado con ellos y los respetaba. Eran casi una leyenda, aunque la tribu humana de los chickawsa parecía conocerlos bien. Por lo que Arabis sabía, eran de una especie parecida a las hadas europeas y compartían ciertas características. Eran gente pequeña, como la propia Arabis, aunque no poseían alas ni varitas mágicas, ni eran vulnerables al hierro. Se decía que eran hábiles cazadores, pero, sobre todo, los mejores sanadores que existían. A veces encontraban un humano que consideraban que poseía las habilidades adecuadas, entonces lo robaban, como hacían las hadas con algunos bebés humanos y le enseñaban los secretos en el arte de la sanación, hasta que finalmente le devolvían al reino de los humanos. El corazón de Arabis latió con fuerza ¿habría sido capaz de curarla?

Retiró los pétalos violetas para echarle un vistazo a sus piernas y lo que vio la hizo contener el aliento.

Unas líneas plateadas surcaban sus piernas allí donde las cadenas de hierro que el emisario noseelie había conjurado la habían apresado.

—No desaparecerán, me temo —explicó la sanadora mientras recorría las líneas con la punta de sus dedos—no hay medicina mágica que pueda eliminar tus cicatrices, pero las he reducido todo lo posible y no limitarán tus movimientos.

—He visto hermanas terriblemente desfiguradas por el roce del hierro —replicó sin apartar la mirada de sus marcas, impresionada—. Es un honor haber sido atendida por una sanadora tan prodigiosa como tú.

Inclinó la cabeza en señal de gratitud, respeto y reconocimiento.

—El honor ha sido mío. —Le devolvió el gesto—. Lo cierto es que tenía muchas ganas de conocer a la madrina de mi pareja. Diana me ha hablado mucho sobre ti.

—¡Madrina!

La puerta se abrió de nuevo con un brusco movimiento y Diana hizo acto de presencia con la delicadeza de un huracán.

—¿Estás bien?

—Perfectamente gracias a tu ¿pareja, dices? —preguntó, volviendo la vista de nuevo hacia Maiara.

La preocupación desapareció de su rostro para dejar paso a una enorme sonrisa.

—¿Ya has conocido a mi Mai? ¿Has visto que talentosa, inteligente y guapa es? —preguntó hablando deprisa y emocionada, tras comprobar que su madrina estaba bien—. Maiara, esta es Arabis. Es a ella a la que tienes que darle las gracias por criar a semejante belleza.

La sanadora se rio mientras Arabis adoptaba una expresión exasperada.

—Gracias, Arabis —dijo con exagerada pomposidad—mi vida sería tranquila y aburrida si no tuviera que estar preocupándome constantemente por su salud y cordura.

Diana le guiñó un ojo antes de girarse de nuevo para dirigirse a la pixie.

—Me alegra que estés bien —dijo con una súbita seriedad poco habitual en la joven.

—A mí me alegra saber que te dejo en buenas manos —respondió.

—¿Ya te marchas? —preguntó sin poder disimular cierto tono de decepción—. Deberías descansar un par de horas más, al menos. Ha sido un buen susto.

Arabis contuvo un suspiro mientras bajaba la vista, huyendo de la mirada preocupada de la humana.

Sí, debía ponerse en marcha. Alguien tenía que informar a Sol de Mediodía que Diana había llevado a cabo su misión con éxito y que, una vez más, demostraba ser la digna portadora de hierro que habían esperado de ella y asegurarse de que recibía los honores que merecía.

La sanadora de los iyaganasha había hecho un trabajo extraordinario y Arabis se sentía fuerte y capaz de realizar el viaje. Incluso podía consumir una de las perlas de alinita, si acaso su energía le llegase a fallar.

—No —respondió, sin embargo—. Nos marcharemos juntas a la corte.

—Pero el Sol de Mediodía te espera… —comenzó a decir la pistolera, insegura.

—Puede esperar un poco más. Necesito más tiempo y terminar mi misión—se sentó más recta en su nido y le lanzó una mirada elocuente a su ahijada—. Mientras tanto, podrías ponerme al día y contarme cómo conociste a esta encantadora joven y cómo es que no ha perdido la cabeza en un noviazgo contigo.

—Ese es un misterio para el que no tengo respuesta ni siquiera yo —sonrió la aludida—. Pero las hadas sois más sabias, prepararé algo de té mientras tratáis de resolverlo.

Se giró para buscar en los estantes mientras Diana observaba atentamente a su madrina.

—Creía que no podías mentir —dijo por fin.

—Y no puedo, ya lo sabes —replicó.

—Mai es la mejor sanadora que existe, la he visto atender a muchos feéricos y algunos mucho más graves que tú. Estás bien. Así que dime ¿para qué necesitas más tiempo en realidad? —insistió.

Arabis sonrió de lado. Tal vez sus labios no pudiesen pronunciar las mentiras, pero las hadas eran expertas en jugar con las palabras para salirse con la suya.

—No he dicho que estuviese hablando de la misión de anoche. Mi deber es marcharme cuando no me necesites —Diana asintió—. Como madrina tuya que soy, debo asegurarme de ello y de que esa nueva novia tuya es adecuada, de modo que nada me moverá de este carromato hasta que pueda cercionarme de que todo marcha bien. Dime ¿te has metido en muchos problemas con la justicia humana desde la última vez que nos vimos?

—Para nada, la justicia y yo nos llevamos muy bien, por eso atraqué un par de bancos con la banda y llevamos casi todas las ganancias a orfanatos. Una pena que a los sheriffs no les sentase muy bien.

—Vas a volver loco al pobre Cordell —sonó escandalizada, pero Diana advirtió una sonrisa aleteando en las comisuras de sus labios.

—Cordell no es sheriff ni uno de sus ayudantes, es soldado… Pero esto me recuerda a algo muy gracioso que nos pasó la última vez que nos vimos. Había una recompensa por mi entrega a las autoridades y necesitaba dinero para unas botas nuevas…

Arabis negó con la cabeza, sonriente, mientras se acomodaba para oír la historia.

Las madrinas tenían que marcharse cuando ya no las necesitaban, por eso había que encontrar los recovecos del trato que le permitiesen quedarse, aunque solo fuese durante un par de horas más.

Tal vez Diana no la necesitase, pero las hadas a ella sí.

Especialmente Arabis.


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