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LA AMBICIÓN TENÍA UN PRECIO





Las hadas siempre han sido parte del Viejo Mundo. Han visto los fiordos noruegos, la corte francesa, los castillos escoceses o las playas griegas. Han pisado África a través de Gibraltar, mediante barcos portugueses o viajando por el Mediterráneo. Incluso conocieron Asia, llegado el momento, siguiendo la Ruta de la Seda.


América fue algo distinto.


El mundo cambió en 1492, cuando la Pinta, la Niña y la Santa María tocaron tierra al otro lado del Atlántico. Oh, la época de las colonias, las hadas las recuerdan bien, aunque no pisaran demasiadas…


Titania y Oberón emitieron el decreto que prohibía viajar al oeste el mismo año del descubrimiento. La reina Mab, apenas unos meses después. Algunos creen que fue miedo. Otros, cautela. Hay incluso quienes lo consideran parte del declive de las hadas, sin embargo, ni siquiera la corte unseelie se atrevió a cruzar las aguas, dejando a los seres feéricos anclados en el Viejo Mundo por muchos barcos que partieran de las costas.


Así fue, hasta que llegó ella.


Convallaria era un hada madrina, una pixie, pequeña como una manzana, pero rauda como los vientos. Sus alas parecían las de una abeja, su pelo era del color de la miel y sus ojos brillaban como el sol al medio día. A primera vista, no tenía nada especial, sólo otra hada más entre montones, hasta que Daniel Fletcher decidió viajar a América.


Convallaria debería haberse negado, pero siempre había sido suave con sus ahijados. Al fin y al cabo, Dan era un muchacho risueño, alegre, ¿por qué no iba a ayudarle con sus ambiciones? Habían pasado siglos desde el decreto, guerras incluso. Los ingleses habían huido con el rabo entre las piernas y Thomas Jefferson se proclamaba como el tercer presidente de la improbable unión de estados en el norte.


Soplaban vientos de cambio, impulsaban las velas, y Convallaria estaba dispuesta a aprovecharlos junto a su ahijado. Huyeron juntos una tarde de abril, tomando un barco desde el puerto de Aberdeen. Ninguno echó la vista atrás cuando marcharon desde las costas británicas.


Al grito de «¡Tierra a la vista!», dejaron escapar una sonrisa. Boston los recibía con los brazos abiertos, como a muchos otros antes que ellos. ¿Qué podía salir mal? El mundo era suyo.


Convallaria observó las calles desde el bolsillo de Dan, sorprendida por el ruido, la agilidad, las voces… Sus alas vibraban con cada estímulo. Ni siquiera fue capaz de pegar ojo esa primera noche. ¿Cómo hacerlo? En su lugar prefirió volar hasta la salida del sol. Un día es lo que el Nuevo Mundo tardó en fascinarla.


Además, tenía motivos para estar feliz, ¿verdad? Pues Daniel Fletcher tenía un plan. Las expediciones al oeste que Thomas Jefferson se había esforzado en apoyar eran la comidilla de los últimos años. Nuevas rutas, territorios, oportunidades, ¿quién podría resistirse?


Dan planeaba invertir en transporte. Mantener una expansión como aquella era caro y necesitaba recursos, así que eso planeaba darles. Todo lo que Convallaria tenía que hacer era aconsejarle dónde invertir y dónde no; ayudar a la suerte a decantarse a su favor. No era difícil siendo un hada.


Convallaria se aseguraba de provocar somnolencia a la escolta de las diligencias ajenas, de crear discordia en las casas por desengaños amorosos o incluso de redactar los contratos con letra pequeña. Difícilmente podían tacharse sus acciones de honorables pero, ¿cuándo les había importado a las hadas? Eso eran conceptos humanos, de mentirosos que podían romper su palabra a placer. Las hadas seguían su propio código y educaban ahijados para, en el futuro, reclamar favores por la ayuda prestada.


Así, pasaron dos años, el tiempo justo para que los esfuerzos de Dan empezaran a dar resultado. Tiempo más que suficiente para llamar la atención…


Peter Lewis era un grueso hombre de negocios, con una oferta bajo el brazo que olía a carnada para peces. Las condiciones eran demasiado buenas y los riesgos más elevados de lo que Convallaria estaba dispuesta a avalar. Los ojos de Dan, sin embargo, brillaban con el calor de la codicia.


—No me gusta —dijo el hada.


—Es una oportunidad inmejorable —replicó Dan—. Ellos pierden más que nosotros si el trato se arruina. ¡Están desesperados!


—Eso es lo que me preocupa.


Dan desoyó sus consejos. La cautela no tenía lugar en el mundo de los negocios, o eso había dicho, así que en su lugar firmó el acuerdo y esperó los beneficios. Para sorpresa de Convallaria, dio resultado.


Peter Lewis trajo una botella de champagne para celebrarlo y Dan se intoxicó en gloria y alcohol por igual. No fue sorpresa que esa misma noche decidieran continuar como socios. Las burbujas del éxito casi ocultaban el olor a carnada.


Cerraron otros dos acuerdos exitosos antes de que sucediera. Una empresa arriesgada, puesta sobre la mesa, que requería más capital que ninguna de las anteriores. Las condiciones eran más realistas que la primera vez, pero seguían siendo buenas en exceso.


—No puedes confiar en ese mentiroso. —Las alas de Convallaria temblaron y sus ojos se apagaron un tanto, como cubiertos por una nube.


—Llamas mentirosos a todos los humanos —replicó Dan—, pero que tengamos una habilidad de la que vosotras carecéis no implica que haya que desconfiar.


Ambos se sostuvieron la mirada, mas las quejas del hada no evitaron que su ahijado sacara una pluma con la que firmar. La tinta sobre el papel selló el destino de ambos.


Peter Lewis había mentido.


El grueso hombre de negocios robó el dinero de la inversión para, como descubrieron más tarde, pagar viejas deudas que había acumulado en la ciudad. No eran los primeros a los que engañaba, pero eso no le importó a los propietarios de la hacienda en la que se habían estado quedando. Terminaron en la calle para finales de semana.


El Dan risueño que Convallaria conoció en el Viejo Mundo había muerto mucho antes, sepultado en papeles y acuerdos, pero el que terminaría recordando en los años venideros nació allí, en la desesperación de un hombre que pierde su camino.


—Te lo advertí. No era de fiar —musitó el hada, metida en su bolsillo como tantas otras veces.


—Silencio. Estoy pensando.


—Espero que sea en cómo volver, porque no te queda demasiado, cielo.


—¿Volver? —Había furia en la voz del hombre —. ¿Y reconocer la derrota? ¿Regresar y afrontar las burlas? Ni en sueños. Pienso seguir adelante.


—Pero Dan...


—Encontraré cómo arreglarlo, madrina, pero no pienso volver.


Y lo intentó, al menos hay que reconocer que lo intentó.


Aún había prestamistas en busca de Peter Lewis en la ciudad, como descubrieron tras un par de encuentros poco agradables, por lo que huyeron de Boston antes de que enviaran a un portador de hierro a por ellos. No querían terminar en el extremo equivocado de la pistola, así que viajaron hacia el sur, hasta la ciudad de Nueva Orleans, en busca de un nuevo principio.


Allí, Dan desarrolló otro plan.


—Puedes cambiar el tamaño de las cosas, ¿verdad? —preguntó a su hada.


—Sí, por supuesto, pero no duraría para siempre. No es como dar dones a un recién nacido, la magia no se asienta igual en las cosas que conocen su nombre —repitió el hada, como si su ahijado no lo supiera perfectamente. Astuto como un zorro, raudo cual río, que su voluntad se mantenga firme y lo impulse en su camino. Esos habían sido los dones que ella misma le había otorgado—. En el hierro sería más difícil aún, es agotador mantener un encantamiento sobre algo que nos hiere.


Quizá a la luz del mediodía, donde sus dones eran más fuertes, pero aun así...


—No va a haber hierro y no necesito que dure para siempre, sólo el tiempo suficiente para hacer un trato.


—Hablas de... ¿engañar? —Los ojos del hada se abrieron como platos, dejando salir la luz sin el filtro de sus pestañas.


—Sólo una mentira o dos, pero tranquila. Yo seré el que hable, madrina. Todo saldrá bien.


Aquella fue la primera mentira. Las cosas no salieron bien.


Dan decidió entrar en el negocio del oro, tratando de escapar de sus problemas anteriores. Compraba cargamentos pequeños, discretos, vendía lo justo para subsistir y guardaba el resto hasta que la gente se olvidaba de ello. Fue un buen año, en el que Dan incluso compró un regalo a su hada madrina, una pequeña maceta con una de las plantas que llevaban su nombre. Las flores eran pequeñas, como campanillas blancas colgando del tallo. Siempre le habían gustado y el regalo logró que sus inquietudes se calmaran... al menos, hasta que llegó el momento de volver a usar su magia.


Sólo tenían que vender un par de cargamentos de oro para después desaparecer en otro estado antes de que nadie se diera cuenta del engaño. Debería haber salido bien, pero ni siquiera llegaron a vender el segundo.


Anne-Claire Aubry era una mujer de negocios, pero no legales. La desconfianza marcaba su mirada y su voz, aguda hasta un punto molesto, se quedaría para siempre en la mente de Convallaria. Poco después de cerrar el acuerdo de venta, mandó que trajeran a Daniel Fletcher frente a ella.


—¿De dónde ha sacado el oro? —Anne-Claire Aubry jugó con una pepita entre sus dedos, esperando una respuesta que no podían darle.


—Es a lo que me dedico —aseguró Dan.


—Oh, pensé que su negocio era el transporte, señor Fletcher.


—Era —concedió. Su corazón aceleró tanto en su pecho que a la pequeña hada no le quedó más remedio que emplear un encantamiento para calmarlo. Dio resultado—. Intento no mirar al pasado si puedo evitarlo, señorita. Emprender no siempre acaba como uno espera, pero lamentarse por lo que fue no hará lo que será mejor. Esa es mi filosofía.


—¿Filosofía o trabalenguas, señor Fletcher?


Dan dejó escapar una pequeña carcajada, sincera, manteniendo los nervios a raya.


—Si usted quiere, podría ser ambas.


—Interesante elección de palabras, «Si usted quiere». — Anne-Claire Aubry se levantó de su silla, haciendo un gesto a los miembros de su personal para que trajeran a ambos una copa de whiskey. Las alas de Convallaria vibraron al ritmo de los latidos de Dan—. Verá, señor Fletcher, lo que quiero es que me resuelva esta pequeña incógnita. Recibo informes periódicos sobre el oro que entra y sale de la ciudad, no lo más legal, lo reconozco, pero si pagas a la gente correcta a nadie parece importarle. Así es como me he mantenido en lo alto de este negocio tanto tiempo y nadie dentro de mi plantilla sabe cómo ha traído esto —La pepita con la que había estado jugando terminó entre los ojos de Dan— a mi ciudad.


—Le aseguro que...


—Y entonces está lo que Peter Lewis me dijo —interrumpió Anne-Claire Aubry.


Tanto Convallaria como Dan sintieron la boca seca al escuchar el nombre. Sólo la magia del hada evitó que la frente de su ahijado se perlara de sudor.


—¿Conoce a Peter Lewis, señorita?


—Oh, es mi contable, así que algunas preguntas surgieron cuando escuchó su nombre. Verá, al parecer, señor Fletcher, es usted el hombre milagro de Boston. En sólo dos años sacó a flote un negocio que a Lewis le había llevado a la ruina.


—Eso es porque Lewis no es muy inteligente.


—Oh, ¿y usted sí?


—Pensé que había hecho preguntas sobre mí. ¿Necesita que se lo confirme?


La sonrisa partida de Anne-Claire Aubry apareció tras su vaso de whiskey. No tardó en volver a sentarse.


—Me cae bien, señor Fletcher. Es un poco crédulo, se nota que se crio en el campo, pero parece un hombre con suerte y, más importante aún, talento y ambición. Al menos tiene lo suficiente de ambas como para ser alguien en la vida, así que voy a proponerle un trato —Uno de los hombres de Anne-Claire puso un par de Harper’s ferry, modelo de 1805, sobre la mesa, justo frente a Dan. Las pistolas olían a hierro—. Mate a Peter Lewis y trabaje para mí.


Las alas de Convallaria batieron, furiosas, dentro del bolsillo de Dan. No ayudó a los nervios de ninguno.


—¿Qué?


—Es más inteligente, señor Fletcher, lo ha dicho, así que no sé para qué quiero a ese ridículo contable pudiendo tener algo mejor. Mátelo y le descubriré lo que el mundo puede hacer por usted.


Las pistolas atrajeron la mirada de Dan, ensanchando la sonrisa de Anne-Claire Aubry. Tras tragar saliva una única vez, Dan rodeó el mango con los dedos. El calor de la ambición brilló en sus ojos.


—¿Puedo tener una dirección?


Anne-Claire Aubry deslizó un pedazo de papel hasta él.


—Cuando termine mis chicos le recogerán, señor Fletcher. Buena suerte.


Dan se levantó, guardando ambas pistolas a su espalda. Estaba a punto de atravesar la puerta de salida cuando decidió detenerse.


—¿El oro que le he vendido? Va a encoger. Tenga una buena tarde señorita.


No dio más explicaciones y nadie se las exigió. Le permitieron el paso hasta la salida, donde el calor de las calles de Nueva Orleans lo recibió como un viejo conocido.


—¿Vas a matarle de verdad? —La voz de Convallaria fue débil, apenas un susurro quedo.


—Si no lo hago, estoy seguro de que ellos me matarán a mí... Entendería si no quisieras ver esto, madrina.


—No pienso abandonarte. Estamos juntos en esto, Dan.


Su ahijado le dedicó una pequeña sonrisa, antes de llevar la mano al bolsillo, todo lo disimulado que pudo. Convallaria apoyó la frente en su dedo y dejó que la magia fluyera en un encantamiento, una guarda temporal contra el plomo. No era mucho, pero tampoco podía ofrecer más.


Para cuando Dan llegó a la dirección que le habían indicado, llevaba varios Padre Nuestro y algún que otro salmo. Las pistolas que escondía tras su chaqueta parecían más pesadas con cada paso que daba. Convallaria no le había criado para ser un portador de hierro, pero Dan era decidido. Nunca dejaba que los obstáculos le detuvieran. Esta vez no era diferente.


Llamó a la puerta, sonrió a la criada criolla que lo recibió e incluso le aconsejó que se fuera lejos. La chica ni siquiera necesitó ver la pistola para acceder. Sus manos temblaban, pero la mirada que dedicó a la puerta de su jefe no fue de lástima, sino ira.


Dan tragó saliva una única vez antes de llamar a la puerta de Peter Lewis. Tardó un par de minutos y unos cuantos pasos azorados, pero al final vio al hombre en el marco de la puerta, con menos pelo en la cabeza, aunque igual de fornido. Dan no le dejó hablar. La pistola salió de su escondite y apretó el gatillo, raudo cual río.


El rostro de sorpresa de Lewis quedó inmortalizado en su rostro cuando el cadáver cayó hacia atrás, llenando todo de sangre. Dan permaneció quieto, con la pistola humeando en su mano, antes de volver por donde había venido.


Como Anne-Claire Aubry había afirmado, su personal fue a buscarlo en cuanto puso un pie en la calle. Le felicitaron por el ascenso. Sólo Convallaria le dio el pésame, esa noche, mientras Dan vomitaba en un cubo, consciente de lo que había hecho. Aprendería a controlar su conciencia con el tiempo, porque Anne-Claire Aubry no sólo le quería como contable.


En sólo cinco años, Daniel «Balas de Hierro» Fletcher, se hizo una reputación.


Las cuentas eran su verdadera pasión. Tenía una mente aguda, hecha para detectar irregularidades y llevar un control adecuado sobre los números de la organización. Lewis nunca había sido estúpido, pero comparado con Dan y su astucia, tenía poco que hacer. Anne-Claire Aubry estaba tan contenta con el cambio, que empezó a invitar a Dan a sus celebraciones privadas. Convallaria aprendió a dejar de acompañarlo a las fiestas con velocidad, sobre todo porque su ahijado nunca pasaba la noche en casa cuando sucedían. Claire y su contable no sólo discutían negocios.


Entonces llegaron los otros encargos. La organización de la señorita Aubry tardó poco en darse cuenta del talento que tenían a su disposición. El hada no había criado a un portador de hierro, pero no le quedó más remedio que asumir en lo que se había convertido. Sus protecciones contra el plomo a veces influían en los disparos de Dan, por lo que empezaron a usar balas de hierro, y así se ganó el nombre.


La gente lo veía como una particularidad divertida. Daniel Fletcher, el único hombre que no cargaba plomo. Sin embargo, hacía el trabajo, así que no lo cuestionaban. En general se había labrado la fama de excéntrico desde aquel primer cargamento de oro, ¿qué importaba una anécdota más? Todo el mundo tenía secretos.


El de Anne-Claire Aubry se hizo presente una fría noche de invierno.


—Daniel, necesito que mate a mi marido.


Tanto hada como ahijado tuvieron que parpadear un par de veces ante la petición.


—¿Está casada?


—¿He pedido preguntas o un asesinato?


Dan apartó el periódico que había estado leyendo, dispuesto a dedicar su atención por entero a la mujer que se había convertido en su jefa y amante ocasional. A Convallaria le aterró la facilidad con la que los hombros de su ahijado se alzaron.


—De acuerdo.


—¿De acuerdo? —Incluso la señorita Aubry desconfió ante la escasa resistencia.


—No me lo pediría si no fuera importante. A estas alturas la conozco, Claire, así que de acuerdo. Deme la dirección.


El papel cambió de manos como si fuera un encargo más y no estuvieran hablando de un trabajo de índole personal. Dan se puso sus cartucheras y guardó sus fieles pistolas, las mismas que había empleado para su primer trabajo. Antes de salir, Claire le cogió la mano.


Sus dedos se entrelazaron con cariño, hasta que las yemas rozaron las ajenas en una separación que se resistía a ambos. La sonrisa partida de Claire despidió a Dan junto a un suave beso en su mejilla.


Un gesto dulce, extraño ante la petición que había juntado a ambos esa noche, sin embargo, un trabajo era un trabajo. Dan desdobló el papel y buscó la dirección en cuestión.


Aunque los muchachos de Anne-Claire Aubry le ayudaban con la limpieza después, nadie quería meterse en líos. Su primer asesinato había sido un trabajo interno, pero los siguientes habían requerido de cierta planificación y organización, a excepción del tiroteo ocasional, claro está.


Dan no tardó en averiguar quién era el marido de Claire, un hombre bajo el nombre de Pete Bering, sheriff de una localidad no muy lejos de allí. Los ojos de Convallaria podrían haber servido de candela al descubrirlo.


—¿Es un agente de la ley?


—Eso explica el secretismo con el trabajo. —Dan chascó la lengua, repasando la información que había hecho traer. Acercó un poco más el farol que utilizaba para leer—. Parece que Claire no es su única mujer tampoco. Casado y con hijos. Tiene la vida hecha.


—¿Y vas a matarle?


—Pensé que eso ya lo había dejado claro.


El hada se mantuvo en silencio, con las piernas colgando desde el tallo de su planta. Dan la observó unos minutos antes de preguntar.


—¿Qué?


—No es... esto no es un trabajo para ayudarte a triunfar, Dan. Esto es personal.


—¿Y?


—Y eso significa que no puedo ayudar.


El silencio volvió a interponerse entre ambos, salvo que Convallaria se fijó en los nudillos blancos de su ahijado. Tampoco hizo un gran trabajo escondiendo su ceño fruncido.


—¿No vas a ayudar?


—Conoces el trato, Dan. Las hadas madrinas os criamos y apoyamos para que lleguéis a ser alguien en la vida. A cambio, vosotros hacéis favores en nuestro nombre.


—He hecho todos los envíos que me has pedido al Viejo Mundo —se quejó Dan, alzando la voz más de lo que ninguno esperaba.


—¡Lo sé! —corrió a escusarse el hada—. Lo sé, nunca he dicho que no hicieras tu parte, pero llevamos años con esto, Dan. Yo... ni siquiera me debería haber quedado tanto tiempo. Me encanta América, me encanta la emoción que se respira en ella, y por eso lo he estado retrasando, pero... volver a romper las reglas por ti... no estaría bien.


—¿Desde cuándo es un problema romper las reglas?


Convallaria se encogió sobre sí misma, deseando poder hacerse más pequeña aún. La mirada de Dan era fuego y llamas y hierro candente; un desastre a punto de suceder. Las alas del hada temblaron con suavidad.


—No voy a ayudarte en una empresa personal, Dan. Me quedaré un poco más, para asegurarme de que todo está en orden, pero después me iré... Lo siento.


Madrina y ahijado se observaron, alumbrados sólo por la luz del farol y los ojos del hada. Los dedos de Dan se cerraron en un puño mientras se levantaba de la silla.


—Probablemente sea el peor encargo que me han hecho. Sin refuerzos, contra un agente de la ley, eres consciente, ¿no?


Convallaria sólo acertó a asentir con suavidad, bajando la mirada. Quizá así podría escapar de los ojos que la miraban con fuego.


—¿Y es el momento que eliges para abandonarme? —continuó el hombre.


El estómago del hada cayó hasta sus pequeños pies de porcelana. No era tan fácil. Nunca había un buen momento, pero a algunos ahijados les costaba comprenderlo. Entendía por qué sabía a traición, a engaño, incluso si no eran capaces de mentir.


Se pasaban una vida junto a ellos, guiándolos de la mano, criándolos como sus hijos y de pronto... nada. Quizá se merecía la ira, pero no lo que llegó con ella. La jaula cayó como si estuviera hecha de la oscuridad misma. Ojalá lo hubiera sido. Los barrotes olían a hierro.


—¿Qué...?


—Lo siento.


Las manos de Dan temblaban y sus ojos reflejaban la escasa luz que proporcionaba el farol. Llevaba sin verle tan nervioso desde su primer asesinato. Sin embargo, ninguna de esas cosas evitó que la cazara en la jaula para canarios que planeaba regalar a Claire.


Convallaria nunca la había aprobado, no con ese olor, pero no imaginaba que terminaría encerrada dentro.


—¿Qué estás haciendo?


—No... no puedes dejarme ahora, madrina. No cuando estoy tan cerca. ¿No lo entiendes? Estoy enamorado de ella, esta es mi oportunidad de demostrárselo, pero sin ti... no lo conseguiría.


—Sácame de aquí, Daniel, sólo te lo advertiré una vez.


—¿Me ayudarás en el trabajo si lo hago?


Ambos se sostuvieron la mirada, con miedo, con ira, con la certeza de que la respuesta a esa pregunta marcaría su futuro.


Y las hadas no pueden mentir.


—Déjame salir, Daniel.


—Eso pensaba —suspiró el hombre, cabizbajo, mientras abría y cerraba los puños con nerviosismo—. Lo siento, pero no puedo dejar que te vayas.


Dan recogió la jaula y no importaron los gritos o golpes que Convallaria provocara. La puerta de hierro permaneció cerrada todo el viaje hasta la parroquia de Ascensión.


Cabalgaron hacia el oeste, siguiendo al Misisipi, prácticamente un día entero. El río murmuraba a su izquierda mientras el hada trataba sin éxito de salir de su jaula. La magia no se asentaba como debía en el hierro. Sólo intentarlo quemaba, como si sus entrañas ardieran por el fuego. Su llanto fue amargo, con una nueva lágrima por cada suplica que su ahijado ignoraba.


Para cuando llegaron a su destino, el pueblo de Donaldsonville, tenía los ojos hinchados y las alas caídas. Dan tuvo que apartar la mirada al darse cuenta.


—Sólo necesito un poco de ayuda, madrina...


No hubo respuesta. ¿Qué decir? ¿Que estaba decepcionada? ¿Que la había traicionado? ¿Que nunca en sus siglos de existencia la habían humillado así?


—Por favor, a... abriré la puerta cuando volvamos, de verdad. —Dan alzó la jaula hasta sus ojos. Convallaria se limitó a darse la vuelta—. Por favor, te necesito. Madrina... No puedo hacerlo sin ti.


Quizá fue la súplica. Quizá ver que no era la única con los ojos anegados en lágrimas. Puede que fuera la promesa de libertad lo que surtió efecto, pero el hada levantó la cabeza sobre su hombro. Sus alas temblaron con suavidad.


—Después me dejarás salir.


Dan alzó las cejas en sorpresa.


—Sí, sí, cuando el trabajo termine te dejaré salir. Por favor...


Convallaria entrecerró los ojos, antes de dejar caer la cabeza en un asentimiento seco. Fue suficiente para que Dan le dedicara una sonrisa, como las que esbozaba emocionado de niño, hablando de todo lo que iba a hacer en la vida. Dolió de forma personal.


Sin embargo, un trato era un trato, así que Convallaria hizo lo prometido. Encantó a Dan para protegerle del plomo e incluso trató de hacerle más sigiloso que de costumbre. Sólo tenía que hacer ese estúpido trabajo.


—Gracias. Volveré antes de que te des cuenta.


El hada no lo despidió. Ni siquiera estaba segura de poder pronunciar una palabra más sin volver a romper en llanto. Los minutos entre hierro se hacían asfixiantes y cada nuevo intento de escapar hacía que encogiera aún más sobre sí misma. ¿Y si su ahijado moría? ¿Y si no terminaba el trabajo y ella se quedaba para siempre atrapada en aquella prisión? La mera idea le provocaba escalofríos.


Cuando Dan volvió, dos horas y cuarenta y tres minutos más tarde, hasta se sintió aliviada... o lo habría hecho si su ahijado no estuviera más pálido de lo que le había visto jamás.


—¿Qué ha pasado? —Las palabras se atropellaron en la boca de Convallaria, mientras la preocupación atenazaba su garganta.


—Yo... —Dan paseaba de un lado a otro de su montura, con los nervios crispados y la mirada perdida.


Aunque había sangre en su camisa, parecían salpicaduras, nada a lo que no se hubiera acostumbrado con los años. Sus dedos nerviosos sobre la culata de su pistola contaban otra historia y no... ¿no sujetaba con mucha fuerza su abrigo?


Convallaria tardó unos segundos en comprender que el movimiento de la tela no era por el continuo vaivén de su ahijado, sino consecuencia de lo que había encerrado en su bolsillo interior.


—¿Dan?


El hada no obtuvo más respuesta que una mirada aterrada. Antes de darse cuenta, estaban cabalgando de nuevo hacia Nueva Orleans.


El bolsillo de Dan dejó de temblar durante el trayecto, lo que sólo preocupó más a Convallaria. Había sido sutil, pero el viento le había traído olor a miel, a dulces, a las flores de la primavera. Esa fragancia familiar era peor augurio que la jaula que la encerraba, pues los seres feéricos aún tenían prohibido viajar al oeste. No deberían encontrar uno en mitad de Luisiana.


La luz de sus ojos tembló al comprender lo que su ahijado había atrapado, haciendo que las piernas y sus alas cedieran por fin. Un hada. Era otra hada. ¿Qué hacía un hada allí?


A penas fue consciente del resto del viaje, mucho menos de cuándo desmontaron y llegaron al pequeño salón. Para entonces era medio día y los rayos del sol se colaban entre los postigos de madera de las ventanas abiertas. La criada que trabajaba para Dan sólo necesitó una mirada para darse cuenta de que debía mantenerse lejos. Era una chica lista, pero Convallaria lamentó que se fuera.


¿Quién iba a ayudarla? ¿Quién iba a sacarla de allí? Enfrentarse a Dan... No, las hadas madrinas no se rebelaban contra sus ahijados. La mera idea le provocaba nauseas.


Dan dejó caer la jaula y sus pistolas, con delicadeza, pero sus gestos nerviosos seguían allí y sujetaba su chaqueta con la fuerza de un recién nacido agarrando el dedo de sus padres. Sus paseos cesaron sin previo aviso, cuando se volvió hacia el resto de la vivienda. Al dirigirse hacia la despensa fue con intención, propósito, con la decisión que sus ojos no reflejaban. Sólo había miedo en ellos.


Al volver, con el salero en la mano, se encargó de llenar la mesa de una capa blanca.


—Dan, por favor, ¿Qué haces? —Convallaria estiró una mano entre los barrotes, tratando de tocarlos lo menos posible. Su instinto le pedía contar los granos derramados, como si su mera presencia resultara perturbadora.


Su ahijado sabía demasiado sobre los feéricos y estaba claro que había aprendido bien sus debilidades. El hierro era evidente, como su incapacidad para mentir. Menos conocida era su compulsión de contar los conjuntos de granos y semillas que se derramaban frente a ellos.


Dan ignoró la pregunta, ocupado como estaba en crear un montoncito de sal sobre la mesa. Sólo entonces aflojó el agarre de su chaqueta, liberando a la pequeña hada que había encerrado entre balas de hierro. La pixie tenía quemaduras por el contacto y estaba tan pálida que la luz casi la atravesaba.


Convallaria retuvo el aliento al ver como los ojos del hada se abrían, aterrados, antes de volverse hacia la sal... se puso a contar con lágrimas en los ojos mientras sus alas de mariposa la escondían de las miradas de lástima.


Los temblores de Dan volvieron cuando se dejó caer en una silla frente a ellas.


—Lo siento... —susurró, antes de pasarse una mano por la cabeza—. Lo siento, de verdad que lo siento. No... no quería... No debería haber hadas en América. Necesitaba hablar. Por favor...


Acercó un dedo a la pixie de la mesa y ella se alejó corriendo al otro extremo, antes de volver a contar.


Dan cerró el puño de inmediato.


—¡No sabía que el niño era tu ahijado! ¡No es justo!


A Convallaria su propia saliva le supo a cenizas


—¿Niño? Dan, ¿qué has hecho?


Un par de lágrimas cayeron desde los ojos del hombre, por rápido que fuera para limpiarlas.


—Quiso vengar a su padre... le dije que lo dejara estar, lo prometo.


—Le pegó un tiro igual. —La voz de la pixie desconocida fue cortante, más seca aún que las corrientes de verano. Había veneno en cada palabra—. Tenía seis años.


Dan tragó saliva.


—Yo sólo quería matar al padre. Quería impresionar a Claire.


El hada escupió al suelo, separando un montoncito de granos de sal ya contados. Avanzó al resto sin despegar la mirada de Dan, como si haciéndolo pudiera detenerse para matarle.


Convallaria lo entendía, lo que sólo hizo más frustrante el latido que se saltó su corazón al ver a su ahijado llorar de nuevo. Sus lágrimas reflejaron los rayos del sol.


—Cielo, cariño... —El bracito del hada se coló entre los barrotes y no se sorprendió al ver cómo Dan acertaba un dedo para que lo tocara—. Te ayudaré, ¿de acuerdo? Te ayudaré a salir de esta, pero tienes que abrir la jaula. Tenemos que disculparnos por todo lo que ha pasado.


Dan se tensó, más rígido que la madera de la mesa. Su mano volvió a cerrarse un puño.


—No puedo...


—Claro que sí, voy a estar contigo todo el camino, pero esto ha estado mal, Dan. Lo sabes.


—¡Por supuesto que lo sé! —Se quejó el portador de hierro, antes de sorber por la nariz con fuerza. Tenía las mejillas y la nariz rojas—. Ya sé que está mal, pero no puedo. ¿No lo entiendes?


—Has matado a un niño. Has atrapado a dos hadas. Mandarán a otros ahijados a por ti...


Dan volvió a pasarse la mano por el pelo, levantando la cabeza en un intento de mantener a raya las lágrimas.


—No, no, no. Entré en pánico, vi al... al hada. —Sus ojos se desviaron un solo segundo hacia la mesa, antes de apartarse acobardados—. La única salida es hacia delante. ¿No lo ves? No puedo hacer nada más.


La mano de Convallaria volvió a retirarse al interior de la jaula. Había criado a Dan como si fuera su madre y nunca daba un paso atrás. Su niño tenía que terminar todo lo que empezaba hasta un punto enfermizo. No pasaba nada cuando era entregar unos informes antes de fin de mes, pero allí...


—¿Por qué te molestas? —se quejó la pixie, esta vez clavando la mirada en Convallaria—. Es un portador de hierro y un traidor. No merece tu ayuda. Billy seguiría vivo de no ser por él.


La mirada de Dan se endureció con la acusación, cargada de esa voluntad de hierro que le caracterizaba. Fue lo único que logró detener su llanto y el vacío que quedó en sus ojos era todo menos un buen presagio. Cuando se levantó, fue para sujetar al hada en su mano junto a otra de sus balas de hierro.


—Siento haber matado a tu ahijado, pero si hubieras sido mejor hada, seguiría vivo. ¿Se te ha ocurrido pensarlo? —susurró. La pixie emitió un sollozo, aunque Convallaria no tenía claro si era por el hierro o por la pérdida—. Dime, pequeña, ¿quién te echará de menos si termino con el problema aquí y ahora?


La pixie se retorció en el agarre de Dan, después le escupió a la cara.


—¿Crees que soy la única hada en América? —Sus alas de mariposa se sacudieron a su espalda—. Quizá fuisteis los primeros, pero no los últimos. La prohibición de la corte no tiene el peso que tuvo. Todo ser feérico a este lado del Atlántico buscará tu sangre cuando sepa lo que has hecho.


Dan golpeó la mesa, haciendo saltar la sal hasta la alfombra. Tenía la mandíbula tensa y su pie aporreaba el suelo a un ritmo frenético.


—En ese caso vas a hablarme de las otras hadas.


—En tus sueños, portador de hierro.


El pie de Dan se detuvo.


—¿Entonces de qué me sirves?


Convallaria pudo ver su silueta de Dan recortada contra la luz de la ventana. No vio a su ahijado, sino en lo que se convertiría, lo que haría con tal de alcanzar sus objetivos. Tuvo claro que humanos y feéricos no se interpondrían en su camino o habría consecuencias. Entonces una nube cubrió el cielo y volvió a ser él, Dan, su niño. El mismo que había consolado en el campo tras caer de un árbol, el que había hablado de sus sueños y América con luz en sus ojos o el que había desviado la mirada, cohibido, cuando le había preguntado qué había entre Claire y él.


Su niño, su responsabilidad, el portador de hierro que terminaría con todas las hadas del oeste si era necesario.


La nube siguió su camino y el sol entró por la ventana, arrancando destellos a la cuchilla que Dan había ido a buscar. La pixie palideció al verla, todo su orgullo roto ante una promesa silenciosa.


Convallaria miró la jaula, la luz, a Dan y supo que nunca más volvería a ser un hada madrina. No después de eso.


Sus manos se apoyaron en los barrotes de hierro y, con un chillido, hizo al metal crecer. Un encantamiento sencillo fue suficiente para prender fuego a sus venas. A penas pudo cruzar al otro lado, aunque al menos la sorpresa fue suficiente para que Dan se detuviera.


—¿Cómo?


Las alas de Convallaria brillaron con la intensidad de sus ojos, con la luz que entraba desde el exterior, con el calor y el fuego del sol. Cuando encantó las pistolas de Dan para hacerlas encoger, ni siquiera hubo un grito. ¿Qué era otra herida más? ¿Qué era aquello comparado con lo que tenía que hacer?


Un pequeño rastro de humo escapó de ella cuando sujetó las armas. Apuntó ambas hacia su ahijado.


—Suéltala, cielo. Todavía no es tarde.


Dan la observó con la boca entreabierta y los ojos entrecerrados a causa de la luz. No fue el único. Hasta la pixie temblaba al mirarla.


—¿Qué estás haciendo?


La preocupación en la voz de Dan no hizo más sencillo lo que tenía que hacer, pero tampoco impidió que cargara el arma.


—No voy a dejarte matar a un hada Dan, suéltala.


Los dos se sostuvieron la mirada un instante de duda compartida. Las hadas madrinas no podían hacer daño a sus ahijados. Ni siquiera era una ley, sólo algo impensable. ¿Cómo hacerlo? En muchos casos actuaban como madres además de guías y aquel había sido su caso. Dan y ella llevaban años siendo un equipo infalible, pero había líneas que no podían cruzarse. No permitiría que el resto de hadas sufrieran porque ella insistía en ser suave con sus ahijados.


—Es hierro, no podrás mantener el encantamiento mucho tiempo, madrina —susurró Dan, con una mano alzada en un intento de apaciguarla—. Es un farol, así que baja el arma.


Apretó el gatillo.


No esperaba el retroceso y mucho menos que la bala se agrandara al salir del cañón de la pistola. El sonido del disparo resonó en el aire unos segundos, antes de que Dan se llevara una mano al costado, cubierto de sangre, y cayera al suelo.


La pixie escapó del agarre del hombre, pero apenas le dedicó un segundo. Su niño estaba desangrándose.


—Has... Has disparado —señaló Dan, como si no sintiera el sabor metálico en su boca o la mancha de su camisa no siguiera creciendo.


—No podía dejar que siguieras este camino... —El hada limpió las mejillas de su ahijado, aunque le costaba enfocar. Oh, las lágrimas nunca hacían las cosas fáciles—. Lo siento...


Dan dejó escapar una carcajada que se convirtió en un gruñido de dolor. Estaba perdiendo color.


—¿Puedes...? ¿Puedes quedarte conmigo? No quiero irme solo.


El hada se acercó hasta su frente, dejando un beso sobre la misma.


—No pienso abandonarte. Estamos juntos en esto, Dan —musitó, como tantas otras veces.


Su ahijado dejó escapar una pequeña sonrisa, la misma que se quedó en su rostro cuando la luz abandonó sus ojos. Daniel «Balas de Hierro» Fletcher murió una tarde de invierno y, en cierto modo, Convallaria, hada madrina del Viejo Mundo, lo hizo con él.


Dicen que las cosas que aún no conocen su nombre son susceptibles a la magia. Quizá por eso las pistolas del hada nunca volvieron a crecer o el hierro dejó de quemarle, o eso dicen las leyendas. Quién salió de esa habitación no fue la misma hada, sino Sol del Mediodía, como se la llamaría en adelante.


Pero oh, quizá la conozcáis por otro nombre. Es un susurro en las tormentas de primavera, un murmullo en los anillos de setas, una plegaria en la tumba rodeada de convallarias que esconde Nueva Orleans. Sol del Mediodía, portadora de hierro, regente de la Corte Feérica del Oeste. El Nuevo Mundo responde ante ella y hasta las cortes seelie y unseelie se vieron obligadas a aceptar su soberanía en América, por mucho que frustrara a Oberón y Titania.


Así, la magia de los cuentos y cantares cruzó el Atlántico, vigilada por los ojos brillantes como el sol del hada que hizo lo impensable. Así comenzó una historia y llegaron las leyendas. Nuevo Mundo, nuevos relatos y cantares. ¿Quién sabe cómo afectaron los cuentos de hadas al oeste?



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